on mayor lentitud que la esperada, se están dando algunos avances en el gobierno de Enrique Peña Nieto. Al cumplirse los primeros siete meses de la nueva administración, son pocos los resultados obtenidos y muchas veces son endebles. Repasando los hechos, todavía es mucho lo que falta por hacer al gobierno para que su política, tal como fue propuesta o enunciada en la campaña electoral y en algunos instrumentos institucionales, adquiera solidez y plena efectividad. Varios descalabros se han perfilado ya, como en la cruzada contra el hambre, a la que de modo espectacular, por ligereza, improvisación o por inercia se le descubrieron indebidas e ilegales desviaciones que han sido muy criticadas, no obstante que se dice que ya se han aplicado correctivos inmediatos.
No se pone en duda que es una tarea complicada y sinuosa, debido a los errores profundos en que incurrieron las dos administraciones anteriores del Partido Acción Nacional, que en vez de promover el progreso del país, lo desvirtuaron y dejaron un lastre de contradicciones. Nunca se dejará de insistir en que el actual gobierno sólo puede marchar bien teniendo en la mira los desastres del panismo, si es que pretende superar los graves y grandes retos que enfrenta, no sólo por la magnitud que previamente ya tenían los problemas existentes, sino porque los políticos panistas le agregaron, con singular irresponsabilidad, una política antisocial que naturalmente nunca le explicaron a la sociedad, puesto que fue absolutamente antidemocrática.
Tener una conciencia clara de tales dificultades, las del desatino panista, ayudaría mucho a los actuales gobernantes para ir en el camino correcto, y exponerlas en público, lo cual orientaría a la sociedad para sumarse a un movimiento general por la senda correcta, que de tal manera estaría más dispuesta a colaborar con esa política, con el objetivo de que las diferentes fuerzas se sumaran al empuje general que se plantea. La funesta herencia panista de la guerra contra el narcotráfico es una de esas complicadas tramas, que enferma y bloquea todo intento de construcción política real, porque en ella prevalecen el asesinato y la perversa inseguridad pública. Otra herencia es la inmensa desigualdad económica, social y cultural, que los panistas no sólo no afrontaron ni redujeron, sino que se dedicaron irresponsable y alegremente a ignorarla y con ello ampliaron sus nefastas consecuencias. Una más es la corrupción, que empaña y ensucia el hacer público, de la cual a diario aparecen nuevas y lamentables manifestaciones incubadas o exacerbadas en los 12 años anteriores.
Una práctica muy concreta es la de la política laboral, donde los panistas se encargaron de complicar los problemas, debido a una alianza entre algunos sectores patronales y funcionarios y políticos que tuvieron que ver con ella directa o indirectamente. Así son los casos de conflicto con los trabajadores electricistas, con los de la aviación, los maestros, los campesinos, los ejidatarios y, significativamente, con los mineros, la cual ha llegado a prolongarse por más de siete años. En todos esos conflictos fueron atropellados la sensatez y el respeto hacia los intereses y derechos de los trabajadores y claramente se impusieron por la fuerza y la violencia los intereses patronales en estos escenarios, mediante una política que tuvo innegables contenidos fascistas.
Los gobernantes panistas no llegaron nunca ni siquiera a vislumbrar un nuevo modo de relación que no fuera el de la sujeción del pueblo por medio de la represión, o la manipulación contra los intereses populares, sino que sólo favorecieron a algunos grupos empresariales poderosos. No en vano Vicente Fox dijo que el suyo era un gobierno de empresarios, por empresarios y para empresarios. Y Calderón lo mantuvo con extrema crueldad, donde simplemente se aplastó el entendimiento basado en la legalidad, en el respeto a la dignidad y a los derechos de los trabajadores, y se violaron día con día los preceptos constitucionales claves para el trato justo entre los factores de la producción.
Un dato positivo, en el que debe ahondar con firmeza y seriedad el gobierno de Enrique Peña Nieto, es el haber cambiado el tono del trato hacia dos sectores sindicales muy importantes. El de los electricistas, con su compromiso de hacerles justicia a los jubilados, a través del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y el de los mineros, con la declaración del secretario del Trabajo y Previsión Social, Alfonso Navarrete Prida, de que respeta a los dirigentes del sindicato nacional de mineros, al cual definió como uno de los más poderosos, y reconoció su capacidad de diálogo, muestra de lo cual fue su intervención positiva en la solución de dos graves conflictos de huelga en los estados de Sonora y de Chihuahua, que debe proseguir hacia todo el gremio minero trabajador. Este es el camino, no el de la represión fascista ni el pisoteo de los derechos de los trabajadores.
De ahí que durante los 12 años de complicidad entre los poderosos de la economía y de la industria y los gobernantes panistas, se destruyeron las bases de un entendimiento social que, a pesar de sus inocultables fallas, funcionaron en favor del país en otros momentos. Este es el camino del progreso de México, lo hemos reiterado durante todos estos años. Sin una política así y sin un verdadero sistema de justicia que se base en el respeto y la dignidad, México reduce las posibilidades de avance y su gobierno pierde credibilidad ante el mundo así como capacidad para actuar en el sentido que lo requieren las urgencias nacionales. Es el momento de detener tanto la destrucción del tejido social en el campo y en las ciudades, como la represión de los legítimos intereses de los trabajadores de la industria y los servicios. México no debe ya cargar el pesado lastre de esa ignominia.