l comportamiento político de los habitantes de la ciudad es cualitativamente distinto al de los ciudadanos de un medio rural. Por ejemplo, la historia enseña que la vida urbana propicia el desarrollo de actitudes positivas hacia la organización y la participación independientes, hacia la movilización y la protesta contra la autoridad, en fin de cuentas, la politización. Muchas son las causas de que así sea. En primer lugar, la concentración de la población, que en el campo tiende a estar más dispersa que en las ciudades, a ser menos participativa en asuntos que considera ajenos y a concentrar su atención y su energía en los intereses de su comunidad inmediata, los cuales no vincula necesariamente con mundos más allá del propio. En el pasado, antes de la aparición de los medios electrónicos de comunicación, las distancias eran un obstáculo para la vinculación entre el campo y la ciudad. Agricultores y campesinos, por ejemplo, tenían que superar mucho más dificultades logísticas, por así llamarlas, que obreros y artesanos para defender sus intereses, o para responder de manera inmediata y articulada a las decisiones de la autoridad.
La naturaleza misma del trabajo –en muchos casos estacional– de agricultores y campesinos dificultaba la realización de reuniones o asambleas de información y discusión, que son indispensables para toda acción política organizada. En un texto clásico, Rodolfo Stavenhagen sostiene que esta característica del mundo rural explica la eficacia de la Central Nacional Campesina (CNC), que por décadas controló la participación de sus agremiados, justamente mediante la dispersión territorial que le permitía al PRI desmovilizarlos. Las estrategias de la central campesina eran muy distintas de las que empleaban las centrales sindicales que, para empezar, movilizaban a sus agremiados. La organización política de los obreros parte del principio de que éstos pasan jornadas enteras compartiendo el espacio físico del lugar de trabajo. Esta condición facilita la comunicación entre ellos, la identificación de intereses comunes, la formación de voluntades coincidentes y el diseño de acciones colectivas. Durante décadas la categoría laboral, por ejemplo, el trabajo fabril, fue la base de la identidad política y de la afiliación partidista.
No obstante, en las últimas tres décadas, cuando menos, la evolución del mercado de trabajo ha modificado el peso de la actividad económica sobre las identidades y los comportamientos políticos. La importancia creciente de la economía informal, la caída de la tasa de sindicalización y el crecimiento del número de trabajadores independientes han generado cambios muy significativos en este terreno. Ahora, la importancia del lugar de residencia en estas definiciones es mucho mayor; las asociaciones de colonos y de residentes representan formas de organización que, no obstante en apariencia políticamente neutrales, cumplen funciones de articulación de intereses que se resuelven de manera casi inevitable en el campo de la política partidista.
Históricamente hay ciudades rojas notables, que han sido y siguen siendo cuna de revoluciones o, por lo menos, ahora que el tiempo de estos movimientos telúricos ha pasado, de amplias movilizaciones que desafían el orden establecido. En cambio, no son pocos los países cuyas regiones agrarias se han erigido en baluartes de ese orden, cuando no en promotoras de una restauración tradicionalista. París, es o fue, en los siglos XIX y XX, y hasta 1968, la capital de las revoluciones en Francia y en Europa; Berlín fue una ciudad roja, por el predominio de los socialistas y de los comunistas, mayoritarios entre los obreros entre 1919 y 1933; al igual que Viena, que incluso sufrió el asedio de sus provincias conservadoras y una sangrienta sublevación obrera en 1934. En España, Barcelona; en Italia, Milán y Boloña. No son pocos los países donde la revolución no ha nacido en la ciudad capital, sino que la ha tomado por asalto, por ejemplo, Mao Zedong y Pekín, Ho-chi-min y Hanoi y Saigón; los constitucionalistas y la ciudad de México.
Nuestra experiencia, el hecho de que la revolución haya llegado del norte a la capital, ejemplifica el caso de ciudades blancas o, por lo menos, no rojas, pese a que hoy el Distrito Federal sería identificada como la ciudad roja de nuestro país, porque así parece probarlo la historia reciente y la hegemonía que el PRD ha establecido en la capital de la República; pero cabe preguntarse ¿lo ha sido siempre? Otra pregunta sería: ¿qué tan rojo es el PRD?
Me concentro en la primera. ¿Cuál ha sido la trayectoria política del Distrito Federal? De entrada la respuesta es difícil, porque en 1928 se suprimieron las municipalidades locales y el gobierno de la ciudad pasó a ser responsabilidad del Ejecutivo federal. Esta medida pareció someter la estructura local de poder, y las actitudes y preferencias políticas de sus habitantes, a los equilibrios nacionales, hasta hacerlos indistinguibles. Sin embargo, durante las muchas décadas que el Distrito Federal vivió sin autonomía, conservó un perfil político propio que hacía apariciones aparatosas y provocaba severas crisis, ésas sí nacionales. Así ocurrió con los movimientos magisterial y ferrocarrilero en 1958, y 10 años después con el movimiento estudiantil en 1968. Ese año la ciudad trasladó sus lealtades políticas a la oposición, y desde entonces hasta ahora, ya con gobierno propio, se ha mantenido ahí, y lo estará incluso si el PRD logra algún día alcanzar la Presidencia de la República. No hay más que leer la Historia política de la ciudad de México, compilada por Ariel Rodríguez Kuri, y publicada por El Colegio de México.