sta exposición en el Palacio de Bellas Artes es muy inclusiva
según comentario del maestro Francisco Castro Leñero, cuya hermosa pintura apaesada Jacarandas (2002), cortesía de la Galería López Quiroga, inicia esta ecléctica muestra justo después de las cédulas que advierten sobre la misma. Las fechas van de 1969, fecha del alunizaje, a la actualidad, así que no vamos a encontrar allí al Dr. Atl, mas que celebrado en un video ni a José María Velasco, también retomado en cierto modo mediante la esfera de Yishai Jusidman.
Incluye las diferentes opciones, tácnicas, medios, modalidades y formatos que pueden caber dentro del vocablo paisaje
, término civilizado que designa el fragmento de un país, de un terreno, de una región, visto con ojos estéticos, de modo que uno se topa, v.gr. con que Abraham Cruzvillegas está presente con una de las más humorísticas propuestas. Un muñeco insertado en una caja de bolero examina de cerca un pequeño paisaje colocado en el suelo, o bien lo que podemos concebir como paisajes tradicionales, ya se trate del lente amplísimo con el que Thomas Smith captó Yosemite, o la contraposición entre una típica pintura de Gunther Gerzso con la maqueta hecha con libros en el ámbito oriente de la Sala Nacional, oscurecido al máximo y cerrado, cosa que hace destacar la claridad, las texturas y la riqueza formal de una de las mejores instalaciones, el glacial de María José de la Macorra.
La tónica inclusiva se refiere a esto: hay obras realizadas por artistas nacionales y extranjeros de cualquier tendencia, ya se trate de los contenedores de Demián Flores que a modo de maceta abren la visión apenas transitado las decoradas puertas de ingreso; aquí es la tierra –pequeños jardines enclaustrados– y en el extremo escombros del Muro de Berlín –que ejemplifican el paisaje urbano– colocados justo frente a una serie de cuatro o cinco pinturas al óleo, dos de las cuales simulan representar paisajes de periodos anteriores a la humanidad, en secuencia con la mencionada impresión de Thomas Smith.
Una de ellas es una especie de Zigurat circular, interesante sin duda, colocada junto a otra que no merecía lugar tan destacado y que parece referirse a la época en la que Santa Claus era Chamán
, ambas de Verne Dawson, artista que ha mostrado paisajes fantásticos. Los exhibidos pertenecen a la colección de Mina y César Reyes.
De todo ese elenco que corre por el largo muro horizontal de la Sala Nacional, una de las obras que mayormente llama la atención, quizá porque el autor resulta identificable de primera mano es el óleo Depresión (1997), de Fernando Aceves Humana. Geográficamente es un barranco desde el que puede advertirse, viendo de abajo hacia arriba, el perfil que marcan los árboles en el plano superior, contra un cielo no azul, sino amarillo. El tema es geográfico, ecológico y tal vez hasta sicológico.
Cerca está otra pieza identificable también de primera mano: Carretera en las montañas, de Miguel Castro Leñero, ubicada junto a un paisaje llamémosle convencional
, Tucupita (2004), de Luis Gal, nombre de pluma de un artista mexicano que ha viajado ampliamente por Venezuela. Cuando el visitante llega a esa sección ya se topó con un susodicho paisaje de Tamayo. Esa pintura de la colección del Instituto Nacional de Bellas Artes está junto a un grato cyberchrome (2009), de Pablo López Luz. ¿Hace sentido la vecindad? Sí, hace sentido. Pero hay que aceptar que el Tamayo pasa desapercibido si es que no se le reconoce de inmediato como obra del maestro.
La pieza más espectacular y mayormente observada de todo el conjunto está en el espacio también drásticamente oscurecido de la sala Diego Rivera. A ésta se transita por un trabajo realizado in situ sobre mampara –cortesía de la Galería Arroniz– de Mauro Giaconi. Involucrando el ingreso al cubo del elevador, se creó un ambiente muy especial que rebasa la categoría de instalación. El autor trabajó allí con sus ayudantes con base en el dibujo, borradores y solventes.
Es en dicha sala donde se encuentra la pieza de resistencia más observada del conjunto con el tema árbol
, un video que abarca seis paneles acompañado de sonido de aire, ramas y pájaros, visto en horizontal, cortesía de la Marian Goodman Gallery, de Nueva York. La autora es la finlandesa Eija Liisa Ahtila, quien ya antes había tenido incursión en las salas del tercer nivel con videos. Éste causa un impacto irrebatible y se proyecta de manera continua con duración de seis minutos. En ese recinto hay otras obras relevantes, como el dibujo Manglar, de Francisco Taca, colección de Jorge Vázquez G.
Prosiguen fotografías de elementos urbanos entre las que destaca, a mi juicio, la del Hotel Regis después del terremoto de 1985 de Enrique Metinides, fotógrafo mexicano de avanzada edad, conocido hasta dónde sí como el fotógrafo del desastre
, porque procuró desde sus inicios imágenes de nota roja.