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El color de la música
Foto: ©Caramel Christy, Música en la calle |
Norma Ávila Jiménez
Durante un concierto de la última temporada de la OFUNAM, como si siguieran una coreografía, los ejecutantes de los chelos y las violas movían el torso hacia el frente y hacia atrás, siguiendo el ritmo de la Suite de Jazz número 2, de Dimitri Shostakovich. Estaban bailando ante un público que quería hacer lo mismo, pero se conformaba con mover una mano (con un dedo levantado), el pie o la cabeza como un péndulo. La conjugación de la música, la danza sobre los asientos y el recuerdo de algunas imágenes de Ojos bien cerrados (la citada pieza es parte del soundtrack de esa película), generaron una atmósfera de éxtasis. Sólo faltaba ver colores mientras se escuchaba la música para llegar al clímax. Tal vez alguno de los asistentes o de los instrumentistas pudo hacerlo, si es que genéticamente es sinésteta.
¿Y qué es la sinestesia? Es la condición neurológica que confiere al sujeto que la padece –o la goza–, el poder de evocar sensaciones en otro órgano de los sentidos distinto del que fue originalmente estimulado, por ejemplo, que al escuchar un sonido perciba un color o un sabor, puntualizan los neurólogos Horacio Sentíes Madrid y Bruno Estañol, en la revista Letras Libres de julio de 2007. En su ensayo El enigma de la sinestesia, aseguran que una de cada 25 mil personas tiene ese “trastorno” y el cincuenta por ciento de los sinéstetas, con los sonidos agudos ve colores brillantes y con los graves, oscuros.
La psicóloga María Lara Bella Molina y el profesor Emilio Gómez, ambos de la Universidad de Granada, en su texto “¿Qué es la sinestesia?”, enfatizan que los resultados de los experimentos realizados por Daphne Maurer, en la Universidad de McMaster en Canadá, demuestran que los bebés, hasta los tres o cuatro meses, confunden la visión con el oído o el tacto con el gusto. Los neonatos pueden experimentar gustativamente la voz de la madre. Esto indica que al nacer los centros que procesan los sentidos pueden estar conectados, y durante el crecimiento se especializan ante un determinado estímulo. Tal vez los sinéstetas no perdieron algunas de esas conexiones u ocurrió un fallo en el proceso de “poda”, aseguran.
La historia está iluminada por personajes con esta condición neurológica que han proyectado su gran memoria visual, imaginación y coeficiente intelectual alto, en el papel pautado, el lienzo o el desarrollo de teorías.
Llama la atención Isaac Newton, que en 1669 se manifestó a favor de una división “musical” del espectro de la luz blanca (que al descomponerse da lugar al arco iris), asegura John Gage en su libro Color y cultura. En sus conferencias dictadas en Cambridge, Newton destacó la afinidad entre el púrpura y el rojo con las notas extremas de la octava, y en el Libro III de Óptica, sugirió que las armonías del sonido y del color podían relacionarse por ser ambas fenómenos vibratorios.
Entre los músicos destacados hay varios sinéstetas. Franz Liszt, cuando era Kapellmeister en Viena, sorprendió a los instrumentistas al decirles: “Un poco más azul por favor, este tono lo requiere”, o “un profundo violeta, no tan rosa”, apuntan Sentíes y Estañol. Lo mismo sucedió con Olivier Messiaen quien durante un ensayo pidió a los intérpretes tocar más “hacia el amarillo”.
Un ejemplo más es el del compositor ruso Alexander Scriabin, quien tenía la convicción de que cuando un color se observa con el sonido correspondiente, se crea un “poderoso resonador psicológico”. Ese planteamiento lo llevó a escribir junto a los pentagramas de la partitura de Prometeo, las luces que iluminarían el foro: con el do, se vería el rojo; el amarillo acompañaría a la nota re; al sonar mi se observaría el azul cielo y durante el tono fa, el rojo profundo, entre otros sonido-colores. Esta interpretación se llevó a cabo en 1915, en Nueva York y Rimington fue el encargado de ejecutar el órgano que emitía los colores, los cuales se proyectaron en una pantalla de varias capas de gasa ubicada arriba de la orquesta. Esta partitura “exigía dos proyecciones simultáneas de luz, una para seguir a la orquesta sonido por sonido y otra para subrayar la tonalidad general de las partes de la sinfonía”, explica John Gage. Un crítico describió que “se veía la luz de un tono expuesta sobre las gasas traseras y la luz de un tono diferente, en las delanteras, haciéndose visible aquélla sobre ésta”. ¡Uuuf!, debió haber sido como ver una aurora boreal sobrepuesta a un atardecer naranja-amarillo, o a un cuadro de Wassily Kandinsky cobrar vida.
Entrando en el terreno de los pintores, cabe subrayar que Van Gogh tomó clases de piano en 1885, pero su maestro rápido lo rechazó. Aseguraba que el holandés continuamente comparaba las notas sonoras con el amarillo, el azul o el verde y ocre oscuros. Eso frustró a Van Gogh, quien llegó a escribir a Theo: “… y luego mi pincel pasa por mis dedos como un arco lo haría sobre un violín”.
Un sinésteta declarado fue Kandinsky. Lo descubrió durante la presentación de la ópera Lohengrin, en Moscú. Hajo Düchting, en su libro Kandinsky, cita las palabras de este artista ruso conmovido ante la pléyade de sonidos estructurada por Wagner: “Podía ver todos aquellos colores en mi mente, desfilaban ante mis ojos. Salvajes, maravillosas líneas que se dibujaban ante mí.” Ese concierto fue la piedra angular para desarrollar sus creaciones pictóricas y sus teorías artísticas.
A varios de sus lienzos los tituló Improvisaciones y Composiciones, en los cuales quiso hacer “resonar” y “vibrar” a los colores, haciendo alusión a tópicos de la música. Además, se interesó por el arte escénico en un momento en que ya era posible desplegar luces de colores en el escenario. En 1909 estrenó sus óperas El sonido amarillo, El sonido verde y Blanco y negro.
Esperemos que los artistas del siglo XXI que tengan la condición aludida –como la pianista francesa Hélene Grimaud–, la gocen (hay quien la sufre) y ofrezcan obras que exploten en color y sonido.
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