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Los granos son parejos y monótonos, los huevos excesivamente perfectos y las carnes nos recuerdan demasiado a los que hubo que matar para podérnoslos comer. En cambio la fiesta de formas, colores y aromas que son las frutas y hortalizas nos seduce aun antes de hincarles el diente. Las frutas y verduras primero se miran, se soban, se aprietan, se les encaja la uña, se husmean… y sólo después del moroso cachondeo se comen. La tentación por la que Eva y Adán renunciaron al insípido y aburrido paraíso fue una jugosa fruta, ¿qué otra cosa? En términos económicos el boom de los cultivos exóticos y no tradicionales se explica porque tienen demanda y buen precio. Pero para los campesinos la inagotable variedad hortofrutícola y de recolección es importante no por su potencial mercantil, ni siquiera por su valor nutritivo, sino ante todo por sus significados, por su función simbólica, por su trascendencia cultural. Para las mujeres y los hombres del campo saber cómo se llaman y para qué sirven los animales y vegetales de su entorno es tan importante como conocer nombre, ocupación y mañas de los vecinos. Y aunque no tengan bases digitales de datos para almacenarlo, su saber biológico es vertiginoso. Los rústicos podrían hacer listas interminables de bestias, bichos, árboles, arbustos, hongos, yerbas… Pero lo que les importa no es la información por sí misma, sino lo que ésta les dice, lo que significa. De lo que se trata es de meter orden en el mundo, de darle sentido mediante la separación, identificación y religamiento de sus componentes. Y el vehículo de esta operación es el lenguaje. “Cada cosa sagrada debe estar en su lugar”, decía un sabio de la tribu Omaha. Y lo primero es averiguar sus nombres verdaderos. Como Conklin con Langba, Lorena Paz Paredes recogió la plática llena de sabiduría de Juana, campesina de Las Cubas, municipio de Petatlán: “Por aquí hay pino y pino encino, parota, parotilla, huesillo, ceiba, aguacatillo, roble, tamarindo, guarumbo, culebro, arrayán, cacahuananche, cuero de toro, palo de oído, pellejudo y muchos más. Conocemos también el encino negro, el encino amarillo, calahue, canicuil, palo colorado, roble, cedro, chichalaquije, changundo o nanche silvestre, parota, ceiba, pochota, tres dedos o salasuchil, buje, palo prieto, varil, encinillo. Y de arbustos tenemos el espinudo, el tapacaminos, el cenicillo que da unas bolitas que son sabrosas... Igual hay plantitas que se comen como la yerbamora que se prepara en tortas y la conguera y la verdolaga tan rica… Pero el bosque es también farmacia. Ahí se encuentran remedios para todo mal: hay yerbas como la Santamarta para los granos; árnica de a montón; la yerba de la víbora y la sosucua, las dos para piquete de alacrán; la pororicua, arbustillo que sirve para quitar el dolor y bajar la fiebre; el cordoncillo y la prodigiosa que muy se usa para curar diabetes; la golondrina que tanto ayuda a aliviar piquete de alacrán como a quitar dolores, y cuando pegan ataques del corazón se hierve la flor de cempazuchitl con la golondrina y ya… El tresdedos, muy medicinal para el dolor de oídos… El buje para el gastritis y las manchas blancas que salen en la piel…”. Estos nombres remiten a conceptos y representan conocimiento práctico, pero también son signos lingüísticos referidos a imágenes polisémicas. Así al cultivar, recolectar y nombrar no sólo se obtienen cosas inmediata y materialmente útiles, también se habla de las cosas. O más bien se habla con las cosas y por medio de las cosas. Lo que tiene una utilidad que va más allá de lo inmediato y más allá de lo material. Gracias a los conocimientos que los ordenan y clasifican, los vegetales y animales pueden ser empleados como satisfactores de necesidades físicas. Pero la capacidad que tienen las palabras con que se los designa de producir imágenes y metáforas, permite que satisfagan también necesidades espirituales. Y es que ciertas plantas y animales además de ser quizá útiles pueden representar la astucia, la amenaza, la mentira, la seducción, el poder, la debilidad, la sabiduría… Después de una larga subida llego sin aliento a la casa de Yolanda y Hernán. Ahí me recibe el canto de los pájaros y a veces el olor a pan recién horneado. Mientras admiro las lechugas y los jitomates pequeños y sabrosos que pronto serán cosechados, y saboreo una cerveza artesanal que cada día les sale mejor, me entero de que pronto sembrarán las semillas que trajeron de Chicago. La gracia está en que Yolanda y Hernán viven en un departamento de tercer piso en la ciudad de México, de modo que los pájaros cantan en la sala, el pan se hornea en la cocina, la cerveza madura en el baño y las hortalizas crecen en un estrecho balcón. ¡Sí se puede! Por desgracia Yolanda y Hernán aun son excepcionales y los de ciudad nos perdemos casi por completo la experiencia poética de interactuar con las vidas no humanas. Pero, así sea de manera vicaria, los urbanitas podemos darnos idea si vamos al mercado. Ahí, acomodados en cajones, depositados en recipientes de vidrio o en huajes, metidos en costales, colgados de ganchos o equilibrados en milagrosos montones encontramos infinidad de frutas, verduras, granos, yerbas, carnes, insectos… Maravillas, suculencias y exquisiteces que han sido distribuidos conforme a un orden utilitario que atiende a su origen, naturaleza y empleo. Pero dispuestos también con un orden estético de ritmos, contrastes y armonías que se preocupa por la belleza del conjunto, de modo que no desentonan hojas, ramas y flores que en rigor “no sirven para nada” pero alegran la vista. Fíjense: “alegran la vista”; porque, sí, la alegría “entra por los ojos”. Ahí se concentra una enorme cantidad de información y saber biológico, pero muy distintos de los que encontramos, por ejemplo, en los herbolarios. La diferencia entre un mercado hortofrutícola y un reservorio botánico radica en que el mercado está vivo. Y también en que en una plaza el todo es mayor que las partes: un conjunto diverso y abigarrado pero unitario que nos invade apenas traspasamos la puerta y antes de que podamos detenernos en alguno de sus componentes. No estamos ante una sumatoria quizá exhaustiva y rigurosa pero serial como son las colecciones científicas, sino ante un todo complejo cuyo orden resulta de una racionalidad agroecológica, alimentaria y económica, pero también histórica, cultural, estética, mítica… Entrar a un mercado de altas naves donde los pregones de las marchantas reverberan como rezos, es como entrar a un templo. Inolvidable el santo olor a ocote y tiras de tasajo ahumadas que purificaba a los fieles cuando ingresábamos al mercado grande de Oaxaca antes de la remodelación. Al darles un nombre a las cosas se les da también un alma, se las anima. Y las cosas animadas conversan entre sí. No como los tomatitos de Herdez, sino como las parlanchinas y chimiscoleras viandas de los tianguis. Un mercado es entonces un enorme conversatorio, un dialogo, parte silencioso parte sonoro, por el que las cosas y las personas restauran cuando menos una vez a la semana el frágil equilibrio del mundo.
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