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Por una verdadera cruzada contra el hambre:
propuestas desde la perspectiva de un país megadiverso
Catarina Illsley Granich
Se reconoce que nuestro país atraviesa por una crisis de malnutrición en la que la desnutrición convive con la obesidad. ¿Se podría implementar una verdadera cruzada, no contra el hambre, sino contra la malnutrición? ¿Con qué recursos cuenta México para contrarrestar la crisis sin establecer alianzas con corporaciones trasnacionales que buscan expandir sus mercados e inundarnos de alimentos chatarra que sólo van a incrementar el problema? La respuesta es que México cuenta con un gran acervo de recursos propios, de una diversidad y riqueza invaluables. Muchos de ellos hasta ahora han sido soslayados y son invisibles para los tomadores de decisiones, y lo que es peor, están en peligro de perderse para siempre. Me refiero, por supuesto, a todos los recursos alimentarios de origen vegetal y animal conocidos y empleados por los diferentes grupos indígenas y campesinos de nuestro país. Muchas veces no nos damos cuenta que las frutas y verduras que comemos no siempre existieron en la naturaleza en la forma en que hoy las conocemos. Fue el trabajo de selección realizado por grupos étnicos de diferentes regiones del mundo el que las fue transformando hasta sus actuales características. El antecesor del maíz era un pasto con una espiga compuesta por unos ocho a diez granos que se caían espontáneamente, muy alejado de la actual mazorca de muchos granos que dependen de la mano humana para ser desprendidas del enorme raquis y lograr su reproducción. Lo interesante es que este importante proceso de domesticación aún continúa en las regiones indígenas de nuestro país. Hay plantas que están hoy en día en el proceso de pasar de ser silvestres a domesticadas o cultivadas y que se conocen y emplean sólo en ciertos lugares. Investigadores del Jardín Botánico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) calculan que hay más de mil especies de plantas que se utilizan con fines alimenticios en los diferentes ecosistemas de nuestro país, entre hierbas, arbustos, árboles, hongos y otras formas botánicas, entre silvestres y cultivadas y semicultivadas. ¿Y qué relevancia tiene eso para quienes no somos indígenas; qué sentido rescatar y visibilizar alimentos que sólo comen los más pobres entre los pobres? Su importancia estriba en que muchos de esos recursos pueden tener un enorme potencial para enfrentar la actual crisis de malnutrición. Tomo como ejemplo los casos de la alegría y de las chías. Hoy en día todos conocemos estas especies y nadie duda de su enorme valor nutricional; se venden en el mundo entero. Pero hace 30 años no se les conocía fuera de las comunidades indígenas que las salvaguardaron de la extinción a que fueron condenadas por los conquistadores españoles, cultivándolas en pequeña escala y en muchos casos en la clandestinidad. Un estudio realizado en 2012 por Gabriela Martínez, de la UNAM, en comunidades nahuas del municipio de Ahuacuotzingo, Guerrero, enlistó 82 productos alimentarios cultivados y recolectados localmente. Este sistema alimentario local incluye al menos siete variedades de maíz (blanco, amarillo, negro, pinto, colorado, morado y mejorado o híbrido); nueve de frijoles (criollo colorado, negro, apalete, pataxte, entre otros); 21 de verduras (calabazas tamalayota, huizayota, pipiana y pachayota; cuatomate; guaje; nanacate; chiltepín; rábanos; nopales; jitomate; col; chayote, y ejotes, entre otros); 30 de frutas (ciruelas, ilanas, nanches, guanábanas, aguacate criollo, cajeles, moraditos, huicones, guamúchil, mangos, nísperos, zapote blanco, cocos, toronjas, limas, limón, mandarina, papaya, melón, tuna, tamarindo, mamey, guayaba y otros), y al menos cuatro flores comestibles y seis hierbas de olor. Entre las verduras se encuentran por supuesto los quelites, nombre genérico para una amplia gama de plantas que no son cultivadas sino propiciadas y recolectadas en las milpas, los solares, el monte y las veredas, todas ellas riquísimas en vitaminas, minerales, proteínas y antioxidantes, según los estudios efectuados por la UNAM y por el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán. En la mesa de estas comunidades nunca faltan los frescos pápalos, pipitzas y guajes, principalmente, pero también cilantro y yepaquelite. Para los guisos, ensaladas y caldos están el chipile, el huauzontle, el cilantro criollo, la escobita, la pipitza, el tepalcax, el copaquelite, el guaquelite, el topalquelite, el tlalahuacate y la verdolaga. El yepaquelite, por ejemplo, es uno de los pocos quelites que se dan en forma de árbol, una leguminosa, y tiene un altísimo contenido de proteínas vegetales, 39 por ciento del total del peso de la planta seca y preparada. Se come en caldo, en tamales, en quesadillas, en albóndigas o como verdura fresca. Y así como este estudio, existen muchos otros que nos van mostrando la diversidad específica del sistema alimentario cada región y de cada uno de los 60 grupos étnicos que habitan el territorio nacional. ¿Por qué hay desnutrición en las comunidades indígenas cuando se cuenta con tantos recursos? Una de las causas principales es que muchos de los alimentos tradicionales de altor valor nutritivo están culturalmente devaluados, son considerados “alimentos de pobre” aun en las propias comunidades. En cambio, beber refrescos y consumir productos procesados que se adquieren en las tiendas son factores de prestigio porque reflejan capacidad de compra y adecuación a lo socialmente visto como “moderno”. En este cambio cultural PepsiCo y Nestlé, como muchas otras transnacionales alimentarias, han jugado un papel central mediante las omnipresentes y permanentes campañas publicitarias de sus mercancías. El dinero que ingresa por remesas o por los programas de gobierno, como Oportunidades, es empleado en su mayor parte para comprar alimentos procesados. El estudio realizado por Gabriela Martínez indica también que 48 por ciento de los alimentos que consumen las familias provienen de fuera de la comunidad, lo cual es alarmante pues los ingresos de estas familias son escasos. Los principales alimentos foráneos son el azúcar, el jitomate saladette, el chile serrano, el pollo de granja, la sopa de pasta, la leche, el arroz, los refrescos, jugos artificiales, el pan y las sopas Maruchan, que van desplazando a los nutritivos recursos locales. La disminución de la agrobiodiversidad no sólo es cuestión cultural, sino que también obedece a la introducción de agrotóxicos y a cambios en las formas de producción; así, el uso de herbicidas en las milpas ha disminuido severamente la producción de varios quelites, que mueren con esos venenos. El consumo de mieles silvestres también se ha reducido drásticamente por la mortandad de abejas meliponas resultado de las fumigaciones contra el paludismo. Por otro lado, debido a la fuerte emigración y sobre todo la migración permanente de los jóvenes, no se transmiten todos los conocimientos agrícolas ni hay un relevo para los adultos en las actividades de campo; hay actividades que se abandonan. Por lo descrito, proponemos que la Campaña Nacional contra el Hambre empiece con un gran esfuerzo tanto educativo, para promover el reconocimiento y la valoración de los alimentos locales, como productivo, para fomentar el cultivo de plantas alimenticias tradicionales de las milpas y los huertos y otras que están desapareciendo. Este empeño debiera incluir el reconocimiento de la capacidad de las familias y las comunidades campesinas de autoabastecerse y, por supuesto, de su papel como custodias de la agrobiodiversidad. Pero también debe incluir una campaña para abrir canales de comercialización de estos productos a los mercados y supermercados nacionales, así como de difusión sobre las formas de preparar los guisos para su mayor disfrute. También se requeriría el apoyo de las instancias de investigación para analizar aquellas especies que aún no cuentan con estudios y difundir los resultados de las que sí han sido estudiadas. Japón y Francia están tomando como eje de su política de combate a la obesidad la revaloración de la alimentación tradicional. Mucho podríamos aprender de estas experiencias, con una gastronomía que también ha sido reconocida como Patrimonio de la Humanidad. Sector hortofrutícola: Héctor B. Fletes Ocón Universidad Autónoma de Chiapas [email protected]
El sistema agroalimentario es uno de los “más globalizados” en la actualidad. En tal sistema, o más apropiadamente sistemas, se generan constantemente nuevas tecnologías de producción y tratamiento de alimentos, crece el alcance de compañías productoras y se distribuyen productos a grandes distancias. La producción de frutas y hortalizas presenta un fuerte dinamismo que acompaña y refleja la profunda interrelación comercial mundial de las tres décadas recientes. En el periodo 1993-2010, su producción mundial pasó de 963 millones 400 mil toneladas a mil millones 722 mil 100, que significa una tasa de crecimiento promedio anual de 3.48 por ciento. Por su parte, las exportaciones (incluyendo algunas harinas, deshidratados y jugos) crecieron a una tasa superior (3.91 por ciento anual), al pasar de 95 millones 800 mil a 183 millones 700 mil toneladas (cálculos de acuerdo con la base estadística de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO). Esto implica un aumento en la proporción de los volúmenes de hortofrutícolas exportados respecto de la producción de 9.9 por ciento en 1993 a 10.6 por ciento en 2010. Crecimiento que sin embargo parece reducido e indicaría, en contraparte, una gran importancia de los abastecimientos nacionales y locales de estos cultivos. China produce –considerando el año 2010- una quinta parte del volumen mundial de las frutas, y un poco más de la mitad de las hortalizas. Las exportaciones de cinco países (China, Países Bajos, España, Estados Unidos y Bélgica) representaron ese año una tercera parte del total exportado globalmente. En el periodo 1993-2010 se dio un desplazamiento de Países Bajos y España como principales exportadores de hortofrutícolas (en 1993 y 2002 respectivamente) por China, que para el último año exportó 14.7 millones de toneladas, esto es ocho por ciento del total mundial. La importancia de naciones exportadoras como Países Bajos, España y Bélgica se asocia con la operación de un complejo industrial y redistribuidor (infraestructura multimodal y empresas que participan en la logística de distribución global) que coloca productos hortofrutícolas en Europa y naciones vecinas de altos ingresos. Sin embargo, el consumo de frutas y hortalizas (que además de prevenir desórdenes nutricionales ayuda a reducir el riesgo de enfermedades cardiovasculares) es desigual. En 2009, mientras que en Estados Unidos el consumo de hortalizas fue de 122.9 kilogramos por persona al año, en los países menos desarrollados fue apenas de 37 kilogramos. Durante 1997-2009, el consumo de frutas y hortalizas ha mejorado en los países de bajos ingresos y con déficit de alimentos, así como en los menos desarrollados. En México, durante el periodo de 2001 a 2009, se redujo el consumo de frutas (de 118.7 a 109.2 kilos por persona al año –un nivel similar a Estados Unidos), y de hortalizas (de 71.1 a 57.1 kilos por persona). La mayor presencia relativa (aunque desigual) de frutas y hortalizas en el comercio y consumo globales resulta de procesos diversos y de la participación de un conjunto complejo de actores. En primer lugar, se puede señalar el empuje decisivo de distintas corporaciones trasnacionales, en particular las colocadas en la esfera de la distribución. También, el proceso político de integración regional y apertura comercial que ha permitido el suministro de productos a lo largo de todo el año. Avances tecnológicos, como el desarrollo de nuevas formas de producción que minimizan el riesgo de cambios del clima en las regiones productoras (agricultura protegida, de invernadero, además de cámaras de enfriamiento), han sido importantes. Otro desarrollo es el uso de plástico en la siembra, conocido en México como “acolchado”, así como el adelanto de floración en algunos árboles frutales, práctica con algunas décadas de aplicación, pero que se difunde con mayor profundidad. Como parte de la globalización, los productos hortofrutícolas revelan ciertas desigualdades y contradicciones relevantes. Como ocurre en otras esferas de la distribución de mercancías, y como consecuencia, en parte, del debilitamiento de las instituciones y el cambio en regulaciones del Estado, el sector minorista adquiere un papel condicionante en el establecimiento de estándares y en los tipos de productos que se distribuyen. Estos actores, en particular minoristas y empresas de alimentos (además de compañías distribuidoras globales y consumidores), han establecido una especie de “regla global” para la producción de hortofrutícolas (y otros) concretado en el Globalgap, un sistema de certificación (y estándar) de la implementación de buenas prácticas agrícolas aplicable en todo el mundo (aunque, se dice, “no obligatorio”), cuando hace una década su aplicación se centraba en Europa. Pero cada bloque regional ha creado ciertas regulaciones específicas (como el caso de “México Calidad Suprema”). Se ha generado una cadena de agencias que participan en lo que ahora se denomina “certificación por terceros”, complicando y encareciendo la conformidad con las nuevas reglas por parte de productores agrícolas con ciertas desventajas. Junto con el debilitamiento relativo de los Estados, la globalización se ha manifestado entonces en una profundización de las reglas más que en la liberalización completa de los intercambios de hortofrutícolas. La regulación de la producción y distribución de hortofrutícolas viene desde distintos frentes. Los Estados conservan un papel en este proceso, pues han incorporado cada vez con más fuerza normas de sanidad e inocuidad alimentaria –en la lógica de calidad-, aspecto reforzado en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Otros espacios de regulación son creados constantemente, entre ellos podemos mencionar el relativo a las normas por Bioterrorismo en Estados Unidos, y su programa cada vez más intenso de regulación sanitaria de las importaciones de frutas, que han conllevado programas de exportación bajo un esquema de “desarrollo de proveedores de calidad” –caso de México. Frente a esto, se tienen experiencias en las cuales agricultores con mayor disponibilidad de capital y contactos comerciales pueden adoptar las nuevas prácticas sugeridas, o modificar su organización productiva y comercial, incluyendo la infraestructura y equipo, pero esto no sucede fácilmente en el grupo heterogéneo de agricultores de pequeña escala o con menor capital disponible, campesinos, quienes han logrado enfrentar las barreras no arancelarias sólo por medio de cooperativas de producción, su inserción en nichos de mercado, o esfuerzos individuales (aunque en red con otros actores) sumamente creativos. Una situación similar se presenta en el mercado de hortofrutícolas orgánicos, en el cual productores de gran escala, aprovechando contactos comerciales y cierto desarrollo tecnológico, tienen la posibilidad, de manera “más fácil”, de reorganizar la producción y adaptar su infraestructura para convertirla en orgánica certificada. Cabe mencionar ciertos avances en la obtención de este sello por medio de la certificación participativa, que sin embargo más adelante en la cadena se enfrenta a otro tipo de re-certificaciones de carácter global. En otras experiencias, agricultores de pequeña escala se están agrupando en la creación de un Sello de Pequeño Productor, que está en construcción. La idea y práctica de calidad presenta sus propios procesos contradictorios. Más que un parámetro objetivo respaldado técnicamente, su construcción es polifónica y su aplicación ha sido diferenciada de acuerdo con el producto e incluso con las regiones. En algunos contextos, la difusión de las regulaciones de sanidad (una forma en que se ha aplicado la idea de calidad) se ha manifestado en la reproducción de la desigualdad entre los agricultores. Ciertos grupos regionales participan con más fuerza en el diseño de los términos de sanidad y en su aplicación. De alguna u otra manera, la conformidad con los términos de sanidad en muchas ocasiones ha permanecido fuera de control directo por los agricultores, situación que se deriva de la relación asimétrica que ellos sostienen con los actores que coordinan las distintas cadenas agroindustriales, como pueden ser los empaques o las industrias transformadoras. Por otro lado, involucrados en una competencia por la atracción de clientes a sus tiendas, los supermercados establecen también una presión sobre los precios en hortofrutícolas, algunos de los cuales se convierten en “productos gancho”. Los supermercados aseguran el abastecimiento no sólo por medio de la adquisición en centrales de abasto o mercados mayoristas, sino estableciendo relaciones directas con productores y con importadores o comisionistas. Para mantener precios bajos pueden realizar contratos con estos agentes, o incluso con pequeños o medianos agricultores, para asegurar el suministro de productos con cierta regularidad a lo largo del año. Los agricultores responden a la presión de precios de los supermercados con el mejoramiento de las tecnologías, los métodos de producción o los productos, pero la mayoría de ellas con altos costos financieros y ambientales. Tratan de cumplir las regulaciones sanitarias, pero igualmente con alta inversión (relativa) de tiempo y recursos. Al final, resulta que pequeños agricultores dejan la actividad por estas situaciones, lo que conduce a un proceso de concentración en las cadenas agroalimentarias. Otro aspecto relevante en la hortofruticultura es que en la mayor parte de las regiones donde se desarrolla se tiene una lógica y prácticas de agricultura industrial. Actualmente se dejan ver impactos ambientales de esta lógica. Ante las evidencias de cambio climático, se está cuestionando su contribución en la emisión de gases de efecto invernadero. Se trata de efectos sociales y ambientales: disminución paulatina de la fertilidad de los suelos, contaminación de mantos freáticos, deterioro de la salud de los trabajadores, reducción de biodiversidad local, proliferación de plagas y enfermedades e inestabilidad de empleo que se genera en las regiones productoras por las anteriores razones y por la movilidad de las empresas. Se debe reconsiderar desde lo político el estímulo a los hortofrutícolas para generar condiciones de menor asimetría en la producción e intercambio, así como reducir los impactos socioambientales. Es importante retomar y vincularse con las experiencias sociales desde los espacios en los que se resisten y contrarrestan estas contradicciones. Entre ellos, el desarrollo de “cadenas cortas”, mercados locales, huertos urbanos, alimentos de “kilómetro cero” o Sello de Pequeños Productores.
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