Economía
Ver día anteriorLunes 10 de junio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¡Vaya globalidad!
L

a reciente disputa surgida entre la directora del Fondo Monetario Internacional (FMI) y sus socios de la llamada troika, que incluye a la Comisión Europea (CE) y al Banco Central Europeo (BCE), es más que una trifulca burocrática. Indica el desconcierto con que se ha actuado ante la bárbara crisis que azota Europa y, en especial, la zona euro.

Tal desconcierto no es sólo de índole intelectual o profesional, sino representa un falta de capacidad de gobierno y gestión de la economía. La burocracia internacional del FMI y del BCE está muy rezagada respecto de la naturaleza estructural de la crisis y sus repercusiones en el terreno del trabajo, la producción y la organización de las finanzas.

Las acciones de la troika y de los gobiernos europeos antes y después del estallido de la crisis expresan una concepción de la sociedad y la forma en que se genera y distribuye el excedente entre el salario, el capital y el Estado. Ese es, en última instancia, el significado de economía monetaria y financiera, como la actual.

Pero, sobre todo, está a años luz de su significado social y político. Los gobiernos nacionales de Europa se han plegado a las decisiones de la troika y al liderazgo explícito de Alemania, que ha sacado más provecho de la crisis o, cuando menos, la ha resentido en menor medida. Hasta ahora.

Cada vez pueden asirse menos a esos dictados, no porque difieran en esencia de los criterios aplicados para enfrentar la crisis, sino porque las repercusiones sociales y humanas negativas que se han arraigado en la región son crecientemente insostenibles para los gobiernos y los partidos políticos tradicionales. Líderes políticos a la altura de las circunstancias no los hay.

Las reacciones populares contra el desempleo, la pérdida de las prestaciones sociales y, en general, contra la caída del nivel de vida y las oportunidades en un marco de mayor desigualdad y en medio de una gran corrupción no podrán contenerse haciendo lo que hasta ahora se ha hecho.

El FMI criticó en un informe (5 de junio 2013) que la reestructuración de la deuda griega debió haberse hecho al principio de 2011, cuando era evidente que el programa de rescate del año anterior se había ya descarrilado. Dice que tal medida fue bloqueada por la CE y el BCE, y se aplicó hasta febrero de 2012.

Más allá de las discrepancias de la alta burocracia de Bruselas, Fráncfort y Washington está la absoluta debacle de la economía griega. Entre 2009 y 2013 el producto habrá caído en promedio 6 por ciento anualmente, el consumo privado un poco más de esa cifra, la tasa de desempleo aumentado de 9.4 a 27 por ciento y la inversión privada caído 15 por ciento. El comercio exterior está, por supuesto, completamente desquiciado. Lo mismo pasa con los servicios sociales y las prestaciones.

Si todo esto fue sólo un error de apreciación, es un verdadero crimen de la arrogancia de los políticos y de los técnicos que violan el principio básico de que sólo se puede tener técnica dentro de ella misma. Lo que de ahí resulta es otra cosa, o se puede olvidar acaso un asunto límite como el del la energía nuclear y la bomba atómica. Y este es, apenas, un ejemplo.

Lo que se ha hecho en Grecia, más allá de todas las negligencias internas, no es, ciertamente, despreciable. Se ha repetido en otros países y esa reiteración indica mucho más que los vicios de la burocracia. Portugal está literalmente quebrado económica, financiera y socialmente. España no se queda atrás, y hasta en Francia empieza a llegar el agua al cuello. En la Italia de los desaliños berlusconianos parece que incluso el gobierno es innecesario, pero ni así pudo el técnico Monti hacerse cargo de las cosas.

Lo que está ocurriendo en Europa está ante los ojos de cualquiera que lo quiera ver y no pretenda tapar el sol con un dedo en un acto de crasa irresponsabilidad. Es la descomposición social y política, que en buena medida parece replicar muchos elementos de lo sucedido en el periodo de entreguerras, los 20 años entre 1919 con el Tratado de Versalles y hasta la noche de los cristales rotos del 9 de noviembre de 1938, la invasión de Polonia el primero de septiembre de 1939 y todo lo que siguió.

La crisis europea arrastra consigo no sólo los niveles de riqueza y bienestar que se habían conseguido en más de 50 años, con los estragos propios de las dictaduras que llegaron hasta bien entrada la década de 1970 y el desmembramiento de países como Yugoslavia o Checoslovaquia. No fue una épica color de rosa. Hoy el contrato social europeo, de escala nacional a regional, se está rompiendo de modo evidente y con consecuencias que ya no son impredecibles.

La vuelta de los nacionalismos extremos, en algunos casos y aun algo matizados en otros, es una muestra de los efectos de la disolución de las acuerdos políticos y sociales que parecían firmemente establecidos en Europa. Parecen ahora bastante frágiles.

Desde los partidos ultranacionalistas hasta los violentos grupos de skinheads y neonazis acechan por todo el continente de modos más o menos abiertos. Los culpables son los de siempre: migrantes, gitanos, comunistas, judíos y homosexuales. Siempre hay víctimas de dónde escoger y no faltan nunca las teorías de la conspiración frente a los intereses de la nación y la pureza racial o de alguna causa o doctrina.

Vaya globalidad en la que nos encontramos. Todo esto ocurre desde Londres hasta Estambul. Y mucho más allá, como muestra a las claras la evolución convulsiva de las primaveras árabes.