engo el vicio de leer. En ocasiones, varios libros a la vez. Otras un libro concreto. Me gustan las novelas, pero soy muy exigente con los autores, entre los que se encuentran mexicanos, españoles e iberoamericanos. Reconozco que el vicio tiene un origen antiguo, particularmente los años de la guerra en España, y posteriormente reforzado por mis preocupaciones políticas y, por supuesto, por las circunstancias económicas en que uno vive.
Ahora, cuando termino la lectura en turno, mi propia biblioteca me permite elegir, y ese es un momento grato. Y mucho más grato cuando descubres a un autor que llega a apasionarte. Reconozco que eso me pasó cuando me encontré con Octavio Paz y Carlos Fuentes, hace ya muchos años. Y cuando tropiezas con un libro que puede llamarse Cien años de soledad, ya no puedes soltarlo y te entra la preocupación de no poder escribir algo así.
Es claro que cuando inicias el día leyendo los dos periódicos que recibo en casa: La Jornada y El País, en los que abundan los buenos escritores –no me incluyo entre ellos, por supuesto–, te pasa que mezclas la literatura con la política y se producen pasiones que alimentan tu jornada, aunque sea de pesimismo.
Tengo muchos libros, y por supuesto que no he leído la mayoría. Quien presuma de hacerlo, con una biblioteca bien surtida, es un mentiroso colosal. Y ahí aparece tanto la pregunta previa: ¿Me gustará?
, a veces con la conciencia de que tuve suerte en la elección.
En los años de la guerra, en Madrid y en Barcelona, entre bombardeos y malas noticias, pude leer obras fundamentales. Recuerdo, entre otras, el Gil Blas de Santillana, que leímos al mismo tiempo mi primo Óscar de Buen y yo, aunque parezca difícil. En esos mismos tiempos conocí las obras de Benito Pérez Galdós, que me apasionaron. Y muchas veces, en la calle, compraba los libros de Marujita y por montones los libros de Salgari, Julio Verne y otros de piratas o viajes a la Luna.
Curiosamente, tardé en leer a Miguel de Cervantes. De hecho, El Quijote lo leí entero, por primera vez, en México, en los años 40, seguramente influido por mi maravillosa maestra de literatura, Juana de Ontañón, a quien, además, los De Buen debimos nuestra afición por el teatro, que nos llevó a representar entremeses de Cervantes, El paso de las aceitunas, y en otros años posteriores de Max Aub.
Ahora leo un libro excelente de Napoleón Gómez Urrutia, publicado en Canadá, en el que narra los problemas que ha vivido y vive su Sindicato de Trabajadores Mineros, gracias a la traición de algún antiguo dirigente y a la absoluta mala fe de las autoridades laborales. Está en inglés y me ha servido de manera notable para entender ese idioma muchas veces más que difícil.
Le he recomendado a Napoleón que se publique también en castellano, lo antes posible. Tiene contenido y forma más que agradable y pone al descubierto alianzas infames entre las empresas mineras, las autoridades laborales y algún traidorzuelo que sólo busca intereses personales. Corrupción, que es nuestra enfermedad congénita en el mundo laboral.
Termino con el recuerdo de admiración absoluta y gran afecto hacia Arnoldo Martínez Verdugo, a quien tuve el privilegio de conocer y tratar con motivo de nuestras coincidencias fundamentales en la manera de pensar.
Dejo hecha en el despacho esta colaboración y me retiro para seguir leyendo a Napoleón.