a dama china. Enfrente del edificio donde vivo hay un café en el que no se paran ni las moscas. Y eso es acaso lo que lo hace tan amable. No hay el ajetreo ni el ruido de los Starbucks o los Italian Coffee; ni esa atmósfera de dejà vu y gasolinera a la que ya mucha gente parece haberse acostumbrado. La encargada conoce a los clientes y sus gustos; uno llega a habituarse a esa frugal cortesía. Cada sábado a las 11 de la mañana acude una dama china esbelta, alta, vestida con un traje sastre que remata en un sutil cuello mao. Lee el periódico y pide un expreso doble. Como soy el único otro comensal, a veces trabamos charla.
Nació en un pequeño pueblo campesino cerca de Pekín. Cuando era adolescente le gustaban las telenovelas mexicanas y no se perdía el concurso anual de mariachis chinos en la capital, que, al parecer, es espectacular. Desde entonces su sueño era venir algún día a México, aun cuando imaginaba que la vida no era como en las telenovelas. Peor que en su pequeño poblado no podía ser. La oportunidad se presentó cuando cursaba una escuela comercial, y un funcionario del gobierno se presentó para conminar a los alumnos a que emigraran a otros países en busca de oportunidades. El primer viaje lo costeó el mismo gobierno. Así llegó a México, sin saber mucho español y en busca de una nueva vida. Después de unos cuantos intentos fallidos, encontró lo que sería su dedicación. Es una de las encargadas de velar por el financiamiento de los puestos de la calle en el centro de la ciudad de México. Los puestos adquieren mercancías chinas con el dinero que les presta de facto un banco chino. Es un préstamo sin formalidades
que ella tramita cada 90 días. El puesto no ve el dinero, sólo la mercancía que recibe a consignación. El banco en Pekín paga a la empresa china que envía las mercancías directamente hasta el Eje Central. Transcurridos los 90 días, los puesteros pagan religiosamente. No existen estudios de mercado, ni cálculos de riesgos, ni estudios de fiabilidad en los que se esmeran los bancos.
–¿Y pagan puntualmente?– pregunté.
–Claro que sí. De eso viven los puestos– respondió.
Los préstamos se otorgan en su mayoría a las mujeres de las familias de los puesteros.
–Ellas nunca se irán. Son más responsables y tienen familia que mantener– explicó la dama china.
Así es que si alguien tiene la curiosidad de saber de dónde proviene el financiamiento de los puestos de la calle en el Eje Central, la respuesta es insólita: Pekín. Un negocio redondo que más de un banco debe envidiar. Un intento sociológico de precisar el lugar que ocupa esta mujer de negocios en esa gigantesca cadena comercial es el de una institución invisible. Ella es un banco en sí, pero sin edificios, ni ventanillas, ni colas engorrosas, ni policías. En el orden público es imperceptible. En el submundo económico es la encargada de que miles de familias tengan empleo, las empresas chinas cuenten con un mercado y los bancos chinos hagan negocios fructíferos.
El subsuelo de la política. La política mexicana está repleta de estas instituciones informales. El cacique no es una de ellas. Los caciques son bien conocidos; de ello depende su consenso y su capacidad de disuasión. Pero sus redes de funcionamiento son subterráneas. Cuando apareció en los periódicos el mapa de esta red en la que descansaba el poder de Elba Esther Gordillo, dos páginas de un periódico no eran suficientes.
Habría algún día que realizar una encuesta para indagar si la gente que ve los noticieros televisivos en prime time saben que una parte de esas noticias
son espots pagados. Es una industria de tal magnitud que requiere de instituciones invisibles que la sostengan. No se trata tan sólo de poderes fácticos
. El asunto es más complicado.
La presidencia invisible. La presidencia en México está constituida de una manera similar. Hay una presidencia formal que firma acuerdos, expide iniciativas de ley y atiende rituales públicos. Y hay, paralelamente, una presidencia invisible, que opera a la sombra paraconstitucional del poder, que ha sido un distintivo del cargo desde que se fundó en 1917. En algunos casos, ambos niveles han sido ejercidos por personas distintas. Algunos historiadores de los años 60 han concluido que Díaz Ordaz ejerció durante lapsos considerables una presidencia invisible en el periodo de Adolfo López Mateos. El aura que rodeó al licenciado Córdoba durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari habla de un fenómeno parecido aunque de menores proporciones.
El Pacto por México que ha fijado la política de unificación de la actual administración sugiere una práctica similar. Más que de un programa, se trata de un lugar que permite al presidente aparecer no sólo como un eje aglutinador de toda la sociedad política, sino como el representante en su conjunto. Desde los años 40, el PRI elevaba a la presidencia por encima de sus facciones internas con emblemas simbólicos como los de la Unidad Nacional. Es algo bastante parecido, sólo que ahora los las partes de ese pacto no son los sectores del PRI sino los partidos políticos.
Desde Los Pinos se ha restaurado el viejo corporativismo pero los sujetos del nuevo corpus son otros.
Sea como sea, ha tocado a la presidencia invisible amarrar los pactos (con minúscula), proveer los mecanismos de cooptación y aceitar una maquinaria para que Peña Nieto aparezca como el representante de una unidad que dilapida aun más la inmadura democracia mexicana.
La pregunta es si esa presidencia invisible cuenta con los tejidos suficientes hoy en día para enfrentar las crisis internas que se pueden suscitar no entre los miembros del pacto, sino desde quienes quedaron fuera de él.