na y otra vez, los gobiernos mexicanos han descubierto en la eficiencia la varita mágica del progreso nacional. Productividad y eficiencia han sido las consignas del desarrollo compartido, del desarrollo estabilizador, del cambio estructural y su apertura externa, así como de los extraños senderos al país de nunca jamás de Fox o de la patria del empleo que Calderón prometió, antes de enfilarnos al infierno de la violencia social y criminal que se apoderó de vidas y haciendas en los últimos años.
Tema nada desdeñable, pero que suele quedar sometido a las mistificaciones y fantasías de sus publicistas. En ocasiones, como ha empezado a ocurrir de nuevo en estos días, se confunden proyectos con realidades. Las promesas se anteponen al reconocimiento siempre doloroso de los plazos, las secuencias y los sacrificios que el logro del mencionado progreso implica para las sociedades, incluidas sus elites, que prefieren ubicarse en un porvenir siempre a punto de alcanzarse, nunca concretado, cuando de lo que se trata es de darle un contenido material a la promesa.
Cuando se vuelve reclamo social, enarbolado por masas organizadas o no, airadas o pausadas, la oferta de bienes y dones que envuelven los vocablos referidos se convierte en pretexto: no hay reparto si no hay antes la generación de excedentes o la acumulación de capital y capacidades indispensables para combinar virtuosamente distribución de ingresos, bienestar social y crecimiento económico.
No hay ni puede haber mejores salarios, se insiste, sin incrementos significativos en la productividad, los que nunca se dan o se mantienen en la zona difusa de las posibilidades siempre en peligro de alejarse si la demanda reivindicativa no cursa la asignatura elemental de los paradigmas neoclásicos. La insistencia del presidente Peña Nieto y su secretario de Hacienda en la democratización de la productividad se inscribe en esta larga tradición. Tener un país donde la ciencia y la técnica estén al alcance de todos para volverse fuerzas productivas es propósito compartible, pero no como petición de principio, mucho menos como aliciente para alargar, sin fecha de término, la cita con la justicia social que, en gran medida, depende de los términos, tiempos y movimientos del proceso económico y social en su conjunto.
El punto de partida de la reflexión y discusión a la que convocan el Presidente y su gobierno, debe ser el reconocimiento expreso de la desigualdad que cruza la distribución del ingreso entre las personas, las familias y las regiones, así como la distribución del progreso técnico y de sus frutos. Inscrita en una heterogeneidad pasmosa, la sociedad mexicana del presente ha visto cómo la peor de las profecías del vidente Fox se fue volviendo realidad envolvente. La changarrización ofrecida se volvió vivencia colectiva y modo de vida, cultura económica y conducta social predominante.
La punta de este iceberg, contra el cual choca una y otra vez nuestro escorado Titanic, ha sido ya reconocida oficialmente: el mundo del trabajo está dominado por una informalidad galopante que se despliega en comunidades desprotegidas, millones de jóvenes a la deriva y multitud de hogares desmembrados, universo sobre el cual debe actuarse para buscar en sus escombros los tesoros escondidos del crecimiento esquivo y el desarrollo extraviado.
Sin duda, se puede, pero a condición de que sin ambages se reconozcan los dilemas y conflictos que la tarea implica. Para empezar, hay que evitar poner de nuevo la carreta delante del caballo. Lo que ha faltado en México es inversión, sin la cual la dotación de capital por trabajador será siempre baja e insuficiente, incapaz de propiciar aumentos sostenidos en la producción por hora hombre. No hay productividad sin acumulación de capital físico, y los millones de físicos que pudiésemos formar nunca podrán subsanar esta falla. Por lo demás, no es la carencia de recursos humanos la que explica la insuficiencia del crecimiento sino al revés: es el crecimiento exiguo de las últimas décadas el que ha llevado al inaudito desperdicio de nuestra gente mejor formada que, o bien asiste a la tragedia cotidiana de su obsolescencia precoz u opta por el exilio profesional o científico, marcando una senda que desalienta a los jóvenes o les induce a seguirla apenas se pueda.
Luego, o a la par del factor acumulación, está el factor humano: la productividad y su difusión también dependen de la capacidad de organización y uso eficiente del trabajo, la técnica y las máquinas, así como de la disposición cooperativa de quienes participan en el proceso productivo, en primer término los trabajadores directos y a cargo del uso y abuso del capital físico. No hay cooperación en la soledad y el desaliento de la inseguridad laboral, la falta casi absoluta de representación sindical y sus resultados más conspicuos: salarios bajos y prácticamente estancados, precariedad laboral y cotidianidad abrumada por los accidentes, el descuido patronal y el mal trato de los capataces, muchas veces disfrazados de líderes de sindicatos de protección de los patrones, o de inspectores del trabajo cuyas horas extra subsana el dueño del negocio.
Nada de esto puede quedar al final del camino de la democratización productiva, sino al mero principio. Es, como ha sido siempre, una condición sin la cual el trabajo humano no podrá movilizarse en la dirección necesaria para hacer del desarrollo una efectiva larga marcha.
Mal inicio si la inauguración de la campaña por la productividad y su democratización se da por concluida con la conformación del consejo respectivo. Sin cultura empresarial inoculada de industrialismo no habrá inversión privada productiva, como tampoco habrá la cooperación mínima necesaria sin incorporar la voz laboral para montar una nueva conversación entre la acumulación y la distribución, que pueda combinar más inversión y mejoramiento progresivo, gradual pero acelerado, de los niveles generales de vida.
Las brechas culturales, de capacidades productivas y de infraestructura son enormes, pero la mayor está instalada en la voluntad cuarteada de un desarrollismo que todavía hoy, a pesar de todo lo ocurrido, tiene pena de decir su nombre.
Se nos fue Chema, pero su memoria nunca quedará en silencio; su nombre estará siempre con nosotros.
Para Lilia, hijos y hermanos