ace poco más de 30 años, en la elección presidencial de 1982 Arnoldo Martínez Verdugo fue candidato presidencial por el Partido Socialista Unificado de México (PSUM). En esa ocasión el Partido Revolucionario de los Trabajadores postuló para el cargo a Rosario Ibarra de Piedra. Fue la primera vez que partidos de izquierda independientes (digo independientes, porque el PPS y el PARM se sumaron a la candidatura de Miguel de la Madrid Hurtado) concurrían, con registro, a unos comicios presidenciales, y la segunda que se presentaban a las urnas (la primera fue la elección legislativa de 1979). Fue el arranque de algo nuevo y la culminación de un largo (y a veces, áspero) debate sobre los caminos a seguir para enfrentar los intereses empresariales y corporativos y lograr una transformación del país en favor de la sociedad. También fue la culminación parcial de un esfuerzo unitario que llevó a la disolución del Partido Comunista Mexicano para conformar, con otras cuatro organizaciones, el efímero PSUM. Martínez Verdugo fue uno de los motores principales de ese proceso y un resuelto impulsor de la participación en procesos electorales y de la unificación de las izquierdas.
Para aquella época los resultados no fueron malos: la candidatura de Martínez Verdugo (PSUM) recibió 3.48 por ciento de los sufragios, y la de Rosario Ibarra de Piedra (PRT), 1.76 por ciento. Sumados esos porcentajes a los obtenidos por fuerzas que se decían progresistas, a las izquierdas le reconocieron 6.9 por ciento del sufragio (un millón 580 mil votos). Sólo seis años después, las fuerzas de izquierda, agrupadas esa vez en el Frente Democrático Nacional, y con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza, ganaron la Presidencia y el candidato oficial, Carlos Salinas, hubo de ser impuesto en ella mediante un escandaloso fraude electoral. La cifra oficial de la entonces Comisión Federal Electoral dio a la izquierda poco más de 30 por ciento de los votos (casi 6 millones de sufragios). O sea que, con todo y fraude, el avance electoral de las fuerzas progresistas había sido espectacular.
Tampoco hay razón para confiar en la precisión de los resultados en los comicios presidenciales siguientes: tras el de 1994 el propio Ernesto Zedillo reconoció que las campañas se habían realizado con reglas inequitativas; en 2000 los sufragios por el PRI fueron ilícitamente inflados mediante inyecciones de dinero público (el Pemexgate, la más célebre); en cuanto al de 2006, el fraude en favor de Calderón fue tan descarado como el de 1988 a favor de Salinas, o más, y está mejor documentado. Aun así, la izquierda electoral, agrupada en la coalición Por el Bien de Todos, obtuvo el mejor resultado electoral de su historia, tanto en votos totales como en porcentaje.
Parte importante de ese esfuerzo fue José María Pérez Gay, fallecido el domingo pasado, quien actuó como articulador entre las organizaciones políticas que apoyaban a AMLO y sectores académicos, intelectuales y artísticos. Vaya aquí un humilde reconocimiento a esos dos personajes desaparecidos, Arnoldo y José María, por su participación y su entrega en la lucha por transformar a México.
El año pasado se repitió la historia. La campaña priísta, caracterizada por la manipulación y la mentira mediáticas, culminó con una inversión de miles de millones de pesos para inducir votos e inflar el caudal de sufragios en favor de Peña Nieto hasta fabricarle un margen de 8 por ciento sobre López Obrador... Y en las cifras oficiales la izquierda volvió a batir su propio récord: casi 16 millones de votos.
En resumen: en tres décadas (y según las muy distorsionadas cifras oficiales) la izquierda electoral ha pasado de 6.9 a 31.59 por ciento en las preferencias electorales y de un millón 580 mil votos a 15 millones 897 mil. Si se descuenta el crecimiento del padrón electoral, eso representa un crecimiento de 500 por ciento. Si en México existiera una democracia real, habría razones para el optimismo y para seguir apostando todo a la vía electoral, en la confianza de que más temprano que tarde la izquierda habría de lograr una victoria sobre el PRIAN. Pero no: en tres elecciones presidenciales, una de cada dos, el régimen oligárquico le ha arrebatado el triunfo a la mala. Así la verdadera oposición llegara a obtener la mayoría absoluta de los votos reales, el aparato político del régimen seguiría haciendo trampa.
Descontadas las vías violentas, que hoy tienen menos margen que nunca por la paramilitarización creciente en muchas regiones del país, no parece quedar más alternativa que impulsar la organización social desde abajo, mantener la independencia ante el régimen (por ejemplo, absteniéndose de firmar pactos por México) y seguir participando en procesos electorales para ganarlos y defender los triunfos mediante movilizaciones pacíficas, sí, pero realmente masivas, organizadas y generalizadas.
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