n 1986 yo vivía en Viena. Alquilaba un departamento en la Sterngasse, el corazón del barrio judío, una calle en el centro de la ciudad. Había llegado cuatro meses antes, en diciembre de 1985; disfrutaba por primera vez de mi año sabático. El departamento era minúsculo y estaba lleno de libros. El dueño, Johann Baldanza, profesor de literatura austriaca, vivía en Yale y yo le arrendaba el departamento. Los azares de la vida académica me llevaron a estudiar la cultura vienesa del novecientos. Tenía una ventaja: había estudiado en Berlín Occidental, hablaba y escribía alemán, conocía las fuentes directas y las investigaba sin dificultad. Había vivido dos años en Viena, trabajando como agregado cultural en la embajada de México.
Los meses que pasé en Austria fueron ricos teórica y vitalmente. Por el contrario, el intercambio con amigos y conocidos fue casi nulo. Al comenzar el año de 1985 me había apartado de México. Vivía inmerso en la historia del Imperio Austrohúngaro. Viena era, para mí, una ciudad más que inventada, reconstruida por la mejoría y la imaginación de la literatura. Julio Cortázar decía en uno de sus libros que después de conocer Viena no seguía recordándola como la había visto en la realidad, sino como la imaginaba antes de conocerla. Me sucedía lo mismo. Yo la recordaba más bien como la Viena que describió Robert Musil en su novela El hombre sin atributos.
Mi idea fija y secreta era escribir un libro de ensayos sobre cuatro escritores austriacos. Mi propósito: unir la tensión finísima y poderosa de la novela, el amor a la biografía y el rigor de la historia social y literaria. Si lograba salir adelante de esta encrucijada rara y dichosa escribiría una suerte de mosaico biográfico durante el crepúsculo del imperio. Me unían a estos autores afinidades artísticas e intelectuales, debates filosóficos y políticos. Me dispuse a pasar esos meses leyendo relatos desaforados e inolvidables: tristes historias de amor, terribles lecciones políticas, críticas de libros magníficos, aforismos, cartas, diarios de escritores desesperados que vivían el derrumbe de un imperio, la certeza de la desesperanza y, al final, la literatura como un antídoto contra el veneno lento de la realidad.
Recuerdo esa mañana de abril en la Biblioteca Central de Viena. Una mujer rubia y regordeta me entregó mi trabajo de esa semana: siete legajos de papeles, notas y manuscritos, una carpeta azul cuya tapa tenía un letrero amarillo y un escudo de la Universidad de Viena: Joseph Roth: Crónicas periodísticas y correspondencia. Pasé dos meses leyendo la correspondencia de Roth; cada una de sus cartas fue un descubrimiento y, con frecuencia un encantamiento. La prosa de Roth me sedujo, pero también su vida secreta, mitad galiciana, mitad vienesa y mitad exiliada. Su mitomanía me dejaba perplejo. Nada más alejado de la novela catedralicia que la sencillez de sus relatos; nadie como él examinó el trasfondo irracional y angustiado del Imperio Austrohúngaro en su crepúsculo y la transformación de esos impulsos en una nueva e incontenible nostalgia. Náufrago de todos los mares, peregrino en todas las tierras, Joseph Roth consideró en 1939 la posibilidad de emigrar a México. Me sorprendió leer que Miguel Grübel, su primo, vivía en la colonia Hipódromo Condesa de la ciudad de México; en sus cartas, Roth le preguntaba una y otra vez sobre las condiciones para obtener la visa mexicana de residencia. Grübel le escribía que habitaba un departamento frente al llamado Parque México, donde los encinos empezaban a crecer.
Esa mañana apenas le di un vistazo a las crónicas y reportajes porque, revisando la correspondencia de Roth, encontré dos cartas que, por error o negligencia, algún empleado del archivo había puesto en el mismo atado. Las cartas me sorprendieron. No conocía al autor, ni a la destinataria de una de ellas; un mensaje largo y escrito con pluma fuente gruesa, tinta color negro, siete hojas en la caligrafía alemana de principios de siglo, apretada y casi indescifrable, que habían sobrevivido al poder corrosivo del tiempo. El papel tenía grabado en el extremo superior derecho un nombre en letras de molde: Dr. Med. Otto Gross, neurólogo y psiquiatra. Fotocopié las cartas y las guardé en el portafolios.
Cartas desde la clínica
Al anochecer, regresé a mi departamento, rendido. Cené en la cama y releí las dos cartas. La primera fechada en junio de 1908; la otra, en julio de 1914. Para mi sorpresa, la primera estaba escrita en un manicomio: la clínica psiquiátrica de Burghólzli, en Zürich Suiza, Mi repentina fascinación no era inexplicable: un médico psiquiatra, al parecer muy conocido, se encontraba cautivo –bajo protesta– en la clínica. En la primera carta le pedía auxilio a una mujer, cuyo nombre, Frieda von Richthofen, me remitía al Barón Rojo, Manfred von Richthofen, un héroe de la fuerza aérea alemana durante la Primera Guerra Mundial. El doctor Otto Gross mencionaba además su propia adicción a la morfina, explicaba que Sigmund Freud había ordenado su internamiento, y que su médico, el doctor Carl Gustav Jung, había equivocado el diagnóstico con la intención de mantenerlo en cautiverio. Hablaba con furia del psiquiatra suizo, como de un loco iluminado y convencido de que sin la ayuda de los gurús gnóstico-mítricos que habitaban en un espacio atemporal, la Tierra de los Muertos, nunca hubiéra podido llegar al descubrimiento de la psicología analística del inconsciente colectivo
, ni, mucho menos, a los Arquetipos, sus pequeños dioses. Según Otto Gross, Carl Gustav Jung, el psicoanalista suizo, creía ser un Dios; Parsifal, el héroe wagneriano, era para él un Cristo pagano y redentor, y en su adolescencia se dedicó con devoción a los misterios wagnerianos de Parsifal. En esa época, Jung imaginaba ser miembro de una orden secreta cuya misión era salvar el Santo Grial. En el fondo –decía Gross–, era un gran simulador. Además, Gross temía que su padre –un jurista muy poderoso– se hubiera confabulado con Jung para encerrarlo en la clínica; en esas líneas protestaba ante la injusticia. Todo me parecía increíble.
Fragmento del texto incluido en el libro La profecía de la memoria: ensayos alemanes (Ediciones Cal y Arena), una de las obras más entrañables del autor, señala su esposa Lilia Rossbach, donde se plasma una vida mexicana en Alemania; o bien, una vida alemana en México