Bolsa familia apoya a más de 50 millones; 70% de beneficiados obtuvieron trabajo
Continuado por Dilma Rousseff, el programa fue puesto en marcha por el ex presidente Lula
Domingo 26 de mayo de 2013, p. 20
Bolsa familia, de lejos el más amplio programa de transferencia de recursos en la historia brasileña, cumple 10 años. Instalado formalmente en octubre de 2003, 10 meses después de la llegada de Luiz Inacio Lula da Silva a la presidencia, ha beneficiado hasta ahora a poco más de 50 millones de personas y ayudó a cambiar el rostro del país. Son dos los requisitos básicos para que se pida el beneficio: tener una renta familiar inferior a 35 dólares por integrante y que los niños vayan a la escuela hasta completar el primer grado.
Si en el primer año el programa llegó a 3 millones 600 mil domicilios brasileños, faltando poco para cumplir una década alcanza a 13 millones 900 mil a lo largo y ancho del país. Considerándose la media de cuatro integrantes por familia, se llega a 52 millones de personas, población superior a la de Argentina. Casi medio México.
El presupuesto destinado a Bolsa familia en 2013 es de 12 mil 500 millones de dólares, con un valor promedio de 35 dólares por miembro de familia beneficiada. Es poco, por cierto, pero para los que se benefician es muchísimo. Es la salvación.
Actualmente siguen beneficiándose 45 por ciento de los inscritos originalmente en 2003. Son 522 mil familias que jamás dejaron de recibir la ayuda del gobierno. No hay datos oficiales sobre el 55 por ciento restante que inauguró el programa, pero se considera que la mayor parte de ellos alcanzó otras fuentes de renta que, sumadas, superan el mínimo determinado para que recibiesen el subsidio.
Registros muestran que en 10 años un millón 700 mil familias –12 por ciento del total que recibieron beneficios en ese tiempo– desistieron voluntariamente del apoyo por haber obtenido ingresos superiores a 35 dólares por integrante, piso mínimo permitido para que se pida el Bolsa familia.
Por cierto, vale reiterar que el valor destinado a cada familia puede parecer poco. En realidad, es poco, pero para los que vivirían eternamente condenados a un estado de pobreza aguda y absoluta de no ser por el programa, es la salvación.
Las conclusiones de todos los estudios dedicados a analizar los efectos de Bolsa familia son unánimes en asegurar que ha contribuido de manera decisiva para reducir las inmensas brechas y desigualdades sociales que siempre han sido una de las llagas más visibles del país.
Cuando fue implementado, el programa fue blanco de críticas furibundas de la oposición y de los grandes conglomerados de medios de comunicación, que lo reducían a un mero asistencialismo sin mayores efectos. Hoy admiten a regañadientes el papel esencial de Bolsa familia, el más visible de todos los programas sociales de los gobiernos de Lula da Silva y ahora de Dilma Rousseff para aliviar las carencias de familias vulnerables, asegurando que al menos sus hijos tengan acceso mínimo a servicios de educación y salud.
En sentido contrario de la tesis que decía que la transferencia de renta mediante programas del Estado haría perpetuar la miseria (la crítica más sonada hace 10 años era la siguiente: si reciben dinero del gobierno, ¿para qué trabajar?), el resultado obtenido hasta ahora indica lo contrario.
Para recibir el beneficio, los niños tienen que ir a la escuela, donde reciben atención de la salud pública. Deficiente, insuficiente, por cierto, pero mejor que nada. Pasados 10 años, muchos de los hijos de familias amparadas por el programa ahora viven por su cuenta, escolarizados y con oportunidades concretas en el mercado de trabajo.
Las estadísticas indican que 70 por ciento de los beneficiados de más de 16 años de edad obtuvo trabajo, contribuyendo a aumentar el ingreso familiar.
Las familias más numerosas y que viven en condiciones de miseria reciben beneficios superiores a la media, que es de unos 300 dólares mensuales. La propuesta es complementar la renta familiar hasta alcanzar niveles mínimos. Los que tienen hijos en edad escolar tienen que comprobar que los niños acuden a la escuela. Algunas familias llegan a recibir 650 dólares al mes, dependiendo del número de hijos menores. Suele ser normal, en áreas de miseria extrema, que una pareja tenga ocho, nueve y hasta 10 hijos. En esos casos, la supervivencia de todos depende directamente de lo que reciben de Bolsa familia.
Pasados esos 10 años no hay lugar a ninguna duda: el perfil de la pobreza cambió radicalmente en el país. Muchas casas de pobres han sido ampliadas, recibieron tejados nuevos, pasaron a tener pisos de cemento o cerámica. Son casas muy humildes pero que cuentan con refrigerador, lavadora, televisores y, en muchos casos, con una computadora con conexión a la Internet popular (a precios muy bajos, subsidiados).
Y saltan a la vista, entonces, algunas de las incongruencias típicas, quizá inevitables, de esta etapa de transición entre miseria y pobreza, o entre distintos perfiles de pobreza.
Hay casas de barro, sin desagüe y en condiciones sanitarias muy precarias, con antenas parabólicas de televisión. Otras cuentan con luz eléctrica muy precaria, pero hay teléfono celular. Funciona mal, es verdad, pero a veces funciona.
Hay casas con piso de tierra, sin agua potable, con el baño afuera, como hace medio siglo, pero con televisión. En algunos estados brasileños el analfabetismo es de tal manera crónico que impide hasta la instalación de industrias que generarían empleo y esperanza de futuro.
Sí, es verdad: la miseria y la humillación persisten, pero ahora de manera menos contundente, menos permanente. Ya no es como una sentencia eterna, un destino de por vida.
Por mucho tiempo politólogos, sociólogos, antropólogos y un montón más de ólogos seguirán discutiendo las bondades y las fallas de un programa destinado a redistribuir la renta, por conducto del Estado, a los desamparados de siempre.
Se seguirán debatiendo los pros y contras del asistencialismo de Estado. Y, mientras tanto, 52 millones de brasileños habrán eludido un futuro cruel y pasando de la humillación de la miseria a la pobreza digna.