Opinión
Ver día anteriorJueves 23 de mayo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Todavía... siempre
T

eatro de Ciertos Habitantes, la agrupación a cuyo frente se halla el muy talentoso Claudio Valdés Kuri nunca repite, ni siquiera en una parte, cada escenificación. Lo último que le habíamos visto fue El gallo que indignó a unos cuantos y divirtió a unos muchos. Sus éxitos rebasan la frontera mexicana –hecho que los envidiosos no le perdonan– y ha logrado ser sinónimo de la vanguardia más depurada. Y en una vuelta de tuerca presenta un monólogo realista y sencillo en apariencia, basado en los recuerdos de su propia madre, las experiencias de la actriz que lo interpreta y el Libro tibetano de la vida y la muerte de Soygal Rimpoché. Tocó a la autora yucateca, muy bien conocida entre nosotros, Conchi León, realizar la dramaturgia en que coinciden estos presupuestos en base a la idea original de Valdés Kuri y con el apoyo del programa México en escena de Conaculta.

Una mujer anciana, sabedora de que está muy próxima su muerte, entona un canto a la vida y al amor, al mismo tiempo que espera con impaciencia el momento de cruzar el umbral que la llevará junto a su amado esposo fallecido. Así de fácil y así de difícil. Mantener la atención del público durante todo el monólogo de la verborreica ex actriz y cantante confinada en silla de ruedas por una mala operación hecha a sus rodilllas –lo que fue dolorosa realidad para la señora Sylvia Kuri– requiere, tanto de un texto ingenioso como de una actriz de primer orden. Afortunadamente se dieron ambas condiciones.

La vieja señora se esconde de una hija demandante y posesiva, un tanto mandona, a la que miente sin reparos a través del teléfono celular, diciéndole que está en un piso del hospital en que le harán exámenes, mientras se encuentra en otro. Esa malicia casi infantil es uno de los muy visibles atributos del personaje que ha llegado al escenario en bata de paciente y silla de ruedas tomándolo casi por asalto “porque –exclama– yo nunca he fallado a una función”, confundida la actriz con la protagonista a la que encarna, que se irá delineando, aunque algunas experiencias de la actante real le son igualmente incorporadas.

La misma llegada de la actriz, dando el inicio de la función, se da con una broma que marca el tono de la representación. Tara Parra regresa al teatro del que se había alejado porque le exigía un esfuerzo de memoria poco acorde con su edad, 80 años,y retorna con una obra que le exige una gran memorización y en la que no sólo hablará hasta por los codos, sino que cantará algunas canciones, sobresaliendo la de Edith Piaff (recordemos que Claudio Valdés Kuri en principio es músico y él le debe haber orientado). Si al principio el personaje –confundidas, como señalé antes, actriz y protagonista, habla con el público, pronto requiere al parecer de una presencia masculina –a la que se añade la sombra negra que la ronda y que sin duda representa a la muerte. El vestuario de ambos es de Ximena Fernández.

El personaje pide al público que levanten la mano quienes estén dispuestos a subir al escenario. Para beneplácito de todos en el estreno se eligió a un profesional como Antonio Zúñiga, quien estaba en la sala como espectador. No es mucho lo que ha de hacer este nuevo integrante del equipo más que escuchar y responder con su gesto a lo que la mujer dice, pero un participante poco adiestrado puede echar a perder el trazo del director que incluye las diversos desplazamientos y posturas del hombre negro (Guillermo García Proal) con su asiento en el escenario, contrapunteando lo que hacen Tina y el espectador invitado. La iluminación de Matías Gorlero apoya la escenografía que consiste en una banca de parque roja que contrasta con los negros de la cámara que envuelve y con la alba bata de paciente de la mujer en lo que se me antoja una alegoría de vida, con la roja banca de parque, propicia para los enamorados, y de la muerte como evidentemente es el hombre negro.