ace casi un siglo, Diego Rivera sintetizó en Nueva York, con imágenes realmente poderosas, la encrucijada del hombre en lo que entonces parecían dos caminos claramente definidos: una sociedad comunista notoriamente emancipadora a los ojos del pintor y un capitalismo voraz que en aras de la producción y del progreso, y para beneficio de unos cuantos, convertía a los hombres en un engrane más de la maquinaria.
Un mural portátil memorable –si lo memorable es lo que se nos adhiere a la memoria– resume en una imagen la idea que Diego Rivera tenía del capitalismo.
Me refiero naturalmente a Activos congelados, imagen que a decir de la curadora del Museo de Arte Moderno (MoMA), de Nueva York, Lea Dickerman, una vez vista difícilmente se olvida.
Dividida la composición en tres niveles, la pintura muestra en la parte superior un horizonte de rascacielos que hoy son símbolo de Nueva York, pero que cuando los pintó Diego Rivera estaban en plena construcción muchos de ellos.
En esos años de recesión, los 30, fueron también los años de una construcción inusitada de edificios que una baratísima mano de obra hizo posible.
En la parte media del cuadro se muestra un galerón improvisado que es como una bodega de destripados, de desempleados, de indigentes, de activos congelados cuya disponibilidad
para volverse a emplear, sin desmanes, custodia un policía.
La parte inferior del cuadro es un sótano donde el mundo financiero y sus bóvedas de seguridad llenas de cajas fuertes y de rejas, albergan la riqueza de unos cuantos.
La exhibición de ese cuadro en la retrospectiva de Diego Rivera en el Nueva York de 1933 fue una metáfora perfecta para entender las razones y sinrazones de la gran depresión.
Ochenta años después, el MoMA repuso esa exposición y el éxito de la muestra fue similar al de entonces: cientos de personas hicieron largas filas para poder entrar.
Diego volvió a ser El indignado
de entonces aunque con otra crisis de mayores dimensiones.
Después de esa exposición en el MoMA en la que también reinterpretó a Zapata ya no como un bandolero revoltoso, sino como un revolucionario y a los vencidos del Anáhuac como los vencedores –con aquel fabuloso caballero tigre que hunde en la garganta del soldado español cubierto de hierro un cuchillo de obsidiana–, Diego pintó un mural espléndido en Nueva York.
Un mural que cimbró a la sociedad neoyorquina de entonces y de la que no quedan sino decenas de artículos y notas periodísticas, algunas fotografías en blanco y negro, y unos bocetos de indudable maestría porque fue reducido a golpe de cincel y marro en un montón de escombros durante una sola noche.
Me refiero a El hombre en la encrucijada, motivo del libro que el Museo Anahuacalli puso a circular con la reproducción de los bocetos originales, cartas, recortes de prensa, fotografías que se encontraron en los famosos baños de la Casa Azul y que permiten hacernos una idea bastante clara de lo que fue ese mural.
Existe una réplica del mural que el propio Diego pintó años después en Bellas Artes. Aunque es magnífico, no es posible compararlo con el que creó en Nueva York. Y no lo es por varias razones: no fue lo mismo pintar a Lenin ni a Rockefeller, en el Rockefeller Center… que aquí. Ya no tenía el contexto que entonces multiplicaba su fuerza. Ya no enseñó la cuerda en la casa del ahorcado.
Debo agregar que en materia estética tampoco podrían ser iguales ambos murales según Teresa del Conde: ni el colorido ni las proporciones ni la enjundia fueron las mismas.
Si el rostro de Lenin causó escozor entre los hombres ricos de Nueva York, la imagen del mismo Rockefeller tomando martinis en una parte del mural fue, para Lea Dickerman, curadora del MoMA, la causa de su destrucción.
Después de revisar los archivos del MoMA y de hablar con los descendientes de esa familia descubrió que pintar a un puritano que impulsó como pocos la ley seca en aquel país era toda una afrenta y razón suficiente para destruir el mural. Los encargados de construir el complejo arquitectónico partieron de esa base para demolerlo.
En el México de los años 20, 30 y 40 se vivía eso que conocemos como el Renacimiento mexicano, donde la cultura popular fue la plataforma idónea para resignificar nuestra historia.
Si en México Diego Rivera es en sus murales un gestor de reinterpretaciones de nuestro pasado, en Estados Unidos buscó darle sentido al futuro con la estética de la máquina, la tecnología, la ciencia… y el comunismo.
El hombre en la encrucijada es una logradísima metáfora del mundo que le tocó vivir y que por supuesto quiso modificar.
Poco tengo que añadir a lo dicho sobre el mural: Allí está el horror del fascismo con sus bayonetas caladas y sus máscaras contra gases, el capitalismo decadente que en medio de la recesión bebe martinis, un socialismo como una nueva forma de humanismo, la superstición religiosa y, en el centro de todo, un hombre empoderado por la ciencia, que debe decidir cuál es el mejor camino.
Gracias a los reportes periodísticos conservados en la Casa Azul, descubiertos en sus baños, podemos tener una idea clara de ese mural destruido.
También gracias a esos recortes guardados por Diego y Frida podemos reconstruir en buena medida su historia insólita y saber, por ejemplo, que el martes 9 de mayo de 1931, mientras Diego Rivera trabajaba en el inmenso mural de Radio City, le pidieron que bajara de los andamios para darle un comunicado urgente.
El mensajero le dio en la mano un sobre con una breve nota en la que se le informaba que se daba por concluido su contrato con el cheque por 21 mil dólares que se adjuntaba.
Se le pedía abandonar en ese momento las instalaciones.
Una docena de policías vigilaba que se cumpliera la orden.
Así se inició uno de los más grandes escándalos en la historia del arte contemporáneo. Provocó manifestaciones callejeras en Nueva York, actos artísticos y culturales para recaudar fondos y organizar la defensa del mural, porque un año permaneció cubierto con mantas hasta que, sin previo aviso se destruyó.
Aunque los recortes de prensa de los baños de la Casa Azul permanecieron sellados más de medio siglo, al parecer no han perdido actualidad: dan cuenta de esa lucha que aún no hemos superado del todo entre los que propugnan un arte por el arte más allá de las ideologías y los que han visto en la expresión artística un medio para plasmar emociones y hacer duraderas sus ideas políticas, la mayor de las pasiones humanas.
Durante bastante tiempo se criticó a Diego Rivera por haber hecho propaganda política en sus murales. Pero tras el derrumbe del bloque socialista, ¿por qué sigue tan vigente su pintura?
Porque atrapó en sus murales, me parece, los temas de nuestros valores colectivos y porque fue, y sigue siendo, un gran pintor.
¿A alguien se le ocurriría acusar a Miguel Ángel de haber hecho proselitismo religioso por la Capilla Sixtina o a Leonardo en La última cena?
Una crítica malévola o chabacana ha pretendido acusar a Diego Rivera por un supuesto nacionalismo a ultranza.
Quienes la han hecho olvidan o ignoran que fue un entusiasta promotor de Kandinsky, Modigliani y Marcel Duchamp cuando eran desconocidos… que incursionó en el cubismo o que trabajó, incluso, con André Breton.
Más que un nacionalista que sólo se miraba el ombligo, Diego fue un artista cuya sensibilidad y capacidad intelectual le permitieron ver por ejemplo, en la ciencia y la tecnología, dos ejes fundamentales para la construcción de una sociedad mejor.
En estos tiempos de crisis global y de indignados que se multiplican por todas partes para protestar por los actuales modelos económicos, Diego Rivera parece ser El idignado
que nos sigue dando lecciones, como documentan los magníficos bocetos y apuntes, reunidos en El hombre en la encrucijada.
Los grandes creadores, como Diego Rivera, siempre buscan modificar su mundo. A veces lo logran. Los mediocres sólo quieren sobrevivir… como la hierba.