os pactos se hacen para ser obedecidos. Un principio del derecho natural moderno rezaba así: Pacta sunt servanda (los pactos deben obedecerse). Es un servicio que se hace al culto a la voluntad en todos los actos de intercambio y en todos aquellos actos fundacionales del Estado de nuestros tiempos. La expresión de la voluntad, en cualquiera de sus formas, basta para perfeccionar un contrato; el manifestarse por un determinado sistema político forma lo que Rousseau llamó el contrato social que es la forma en que se explicita la soberanía popular.
Si los pactos pudieran violarse a voluntad, la misma vida política se volvería imposible. Basta pensar en las leyes: toda ley es un pacto jurídico que se ha plasmado en la norma gracias a la actividad de uno de los órganos fundamentales del Estado que es el Poder Legislativo. Toda ley es un acuerdo entre las diferentes fuerzas políticas representadas en ese poder. Como todos los pactos de su categoría, no puede violarse impunemente y toda transgresión implica una sanción. Desde luego, no todos los pactos son como las leyes, pero éstas también son pactos.
La propia idea del pacto es inconcebible si queda a voluntad de los pactantes cumplirlo o no. No tendría sentido pactar y, más bien, lo que se supone y se debe suponer es que el pacto es obedecido tal y como debe obedecerse una ley; cualquier pacto, como sucede con cualquier contrato, prevé sanciones para el caso de que no se cumplan sus acuerdos. No se trata de que alguien puede hacer a menos del pacto sin ninguna consecuencia. Si no cumple, tiene que pagar y hacerlo de modo que lo resienta.
Un principio esencial del pacto es que los pactantes sean considerados como iguales, si no es que lo son realmente. Todos tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones y, también, las mismas posibilidades. Eso en el mundo de los negocios raramente se da, pero se lo supone. Siempre hay una parte débil y otra más fuerte. Por eso mismo los pactos deben ser escrupulosamente cumplidos. En política el asunto adquiere características más agudas: no hay fuerza pactante que sea igual a las demás; pues por ello es obligado que no haya ningún ventajismo en el cumplimiento de los acuerdos.
Muchas veces tiende a desacreditarse el pacto, alegando que la igualdad de los pactantes es puramente ficticia y que en él siempre hay uno que se lleva la parte del león. Se dice que esa igualdad es sólo formal y que está muy lejos de ser una igualdad material. Cuando se habla de igualdad material muchas veces se usa hablar de una igualación absoluta. Es legítimo hablar así, por supuesto: hay en efecto una igualdad formal, como en el derecho y una igualdad material que, sin ser absoluta, es niveladora de las condiciones materiales de los individuos.
El Pacto por México es un acuerdo entre cúpulas partidistas, por un lado, y el gobierno, por el otro. Es asimétrico, porque una parte tiene dos participantes, el gobierno y su partido. Debería ser un pacto entre tres partidos solamente y no entre tres partidos y el gobierno. Pero resulta que el más interesado en el pacto es el gobierno mismo y para él sería inconcebible el pacto sin el gobierno. De modo que, dentro del pacto, aunque se busque siempre presentar los acuerdos como acuerdos exclusivamente tomados por los partidos, el desequilibrio es evidente.
Los acuerdos en el pacto se realizan a través del Congreso, donde la relación entre los partidos es clara, o a través del gobierno y en esta esfera los partidos ya no cuentan. Los escándalos de Veracruz, cuando varios funcionarios federales y estatales fueron pillados in fraganti operando los programas sociales en las elecciones que deberán llevarse a cabo en este año, pueden repetirse al infinito, justamente, porque los partidos ya ahí no tienen nada que hacer, como no sea denunciando a la luz del sol ese tipo de escándalos.
Se diría que es algo normal y que los partidos, en todo caso, deben estar ojo avizor ante cualquier circunstancia de ese tipo. Pero es que aquí estamos hablando de un pacto que debe ser respetado y, en primer término, por el gobierno que es signatario del mismo. Quién sabe por qué a nuestros gobernantes se les ocurrió que para resolver el conflicto, en lugar de cumplir con el pacto, se debía sentar nuevamente a los pactantes para firmar algo que se denominó Addendum
y que, de hecho, no es otra cosa que un nuevo pacto para agregarse al ya existente.
A decir verdad, lo que se pactó fue cumplir con la ley y, en particular, con algunas de las cláusulas del Pacto por México que, al parecer, no estaban claras para el gobierno. A varios comentaristas ha parecido, con toda razón, ridículo e incoherente que todo lo que ahora se acuerda ya está en diferentes disposiciones legales y se pacta cumplir con la ley como si fuera una prerrogativa el no hacerlo. Para cumplir con la ley no hacen falta nuevos pactos, sino, justamente, cumplir con los pactos. Eso debería estar claro para todos.
Cumplir con el mandamiento legal de que los programas sociales no deben ser utilizados con fines electorales o con el de que los gobiernos federal y estatales no deben hacer propaganda de sus logros en la cercanía de las elecciones, debería estar claro para todos y no se entiende cómo es que ahora la mayoría de las cláusulas del Addendum
recogen esos mandamientos legales como si fueran acuerdos ex novo de los partidos pactantes y del gobierno. En todo caso, pudieron haber pactado nuevas reglas que dieran de verdad limpieza a las elecciones y al gasto público.
Otra incoherencia que debe resaltarse es que se pacta para cumplir el pacto. ¿Quién puede tener fe en el pacto o creer en el pacto, si de antemano se admite que puede ser incumplido o, incluso, violado? El PAN tuvo sus razones para amenazar con abandonar el pacto si no se castigaban los hechos de Veracruz. Estaba diciendo que el pacto era una entelequia cuando se actuaba de la manera en que lo hicieron los priístas en esa ocasión. Todo el pacto se habría derrumbado si los panistas hubiesen hecho efectivas sus amenazas.
La salida de Peña Nieto fue sentar de nuevo a los pactantes para que firmaran ese acuerdo de caballeros que es el Addendum
y todos, incluido el gobierno, se comprometieran a cumplir con lo acordado. Tal vez pudo haber hecho otras cosas, entre ellas (y como parcialmente lo hizo) castigar a los implicados en el escándalo. Ni tampoco se puede decir que haya hecho mal, dadas las circunstancias. De hecho, no le quedaba ningún otro expediente que volver a poner de acuerdo a los pactantes.
Todo ello muestra con claridad meridiana la escasísima costumbre que hay en México para pactar en serio y, sobre todo, para cumplir con lo pactado. El violador, en este caso, fue el gobierno o sus funcionarios. Y es de preverse que las mayores amenazas al pacto vendrán siempre del gobierno y de sus integrantes. No es que los partidos no puedan hacerlo; casi siempre lo hacen. Es, empero, el propio gobierno el mayor violador de acuerdos. Habrá necesidad de gran imaginación para ver cómo cumplen de ahora en adelante.