n total de 25 personas murieron ayer en diversos atentados en Irak, la mayoría cometidos contra la comunidad chiíta en un contexto de crecientes tensiones entre integrantes de esa facción y los de minoría sunita. Un día antes, varios ataques en territorio iraquí, también atribuidos a la confrontación sectaria, habían causado 34 muertes, 21 de ellas en la capital, Bagdad.
Tales hechos se dieron en paralelo con un atentado suicida que provocó la muerte de 15 personas –cinco estadunidenses y 10 civiles afganos– registrado en Kabul, capital de Afganistán. Por otra parte, presuntos grupos opositores al régimen sirio de Bashar Assad –simpatizantes de Al Qaeda– difundieron un video de la ejecución y decapitación de 11 individuos –acusados de pertenecer a las fuerzas del gobierno de Damasco–, en lo que constituye la tercera presentación en video de actos de barbarie similares en lo que va esta semana. En uno de los videos más cruentos, divulgado el pasado lunes, se muestra a un supuesto combatiente rebelde sirio sacar el corazón de un soldado y llevárselo a la boca.
Este trágico conjunto de atentados y manifestaciones de violencia es la más reciente expresión del grado de desestabilización y de barbarie a que han sido llevadas las referidas naciones de Medio Oriente y Asia central. En Irak, la invasión ilegal, injustificable y bárbara emprendida por George W. Bush, y continuada en la presidencia de Barack Obama, no sólo dejó incalculables pérdidas materiales y un saldo incontable de muertes, sino que agitó el avispero de la violencia sectaria como consecuencia de las componendas entre la potencia invasora y una de las facciones en pugna.
Algo similar parece estar gestándose en Siria, nación en la que Estados Unidos y Europa occidental han atizado la confrontación armada y la barbarie, tanto en el bando gubernamental como en el de los opositores, mediante una abierta intromisión en favor de estos últimos. Las circunstancias en Irak y en Siria se conectan por la presencia de miles de refugiados iraquíes y por los lazos entre los rebeldes sirios, predominantemente sunitas, y la comunidad correspondiente iraquí.
Por añadidura, tanto con el derrocamiento de Saddam Hussein como con la campaña de desestabilización en contra del régimen de Assad, Washington y sus aliados han erosionado dos de los factores de equilibrio de Medio Oriente y han contribuido a convertir a esas naciones en polvorines regionales.
Por lo que hace a Afganistán, la presencia prolongada de las tropas invasoras no ha derivado en la pacificación de una nación que ha debido enfrentar dos invasiones de superpotencias –la Unión Soviética y Estados Unidos– y una guerra civil en el curso de las pasadas cuatro décadas, y ni siquiera ha servido para acabar con el talibán –expulsado del poder tras la intervención última– y con su aliados de Al Qaeda, organización que ha experimentado una expansión por gran parte de Asia y África. Resulta sumamente significativo que el propio gobierno dócil de Hamid Karzai –impuesto por los invasores– venga exigiendo desde hace meses el retiro total de los militares occidentales, entre otras razones, por el altísimo número de muertos inocentes que han causado.
Lejos de sus promesas iniciales de apartarse de los lineamientos de política exterior establecidos a sangre y fuego por George W. Bush, el presidente Barack Obama quedó atrapado por las mismas lógicas belicistas e injerencistas de su antecesor. Puede afirmarse, incluso, que el ciclo de intervencionismo militar inaugurado por el político texano está siendo continuado en Siria por el actual mandatario. En suma, a dos sexenios de que inició la invasión estadunidense a Afganistán, a una década del arranque de la guerra en Irak, y tras dos años de guerra civil en Siria, esos países y sus respectivos entornos regionales padecen un avance preocupante de la barbarie y la desestabilización. En los tres escenarios, el común denominador es la intervención criminal y torpe de Washington y sus aliados.