e acuerdo con la respuesta dada por la Procuraduría General de la República (PGR) a una solicitud de información que le fue turnada por el Instituto Federal de Acceso a la Información (Ifai), en los dos sexenios anteriores el gobierno destinó más de 178 millones de pesos a gastos de manutención, transporte, vivienda y compensaciones para 615 testigos protegidos, 379 de los cuales fueron reclutados por la PGR en el sexenio de Felipe Calderón, cuando se usó y abusó de los oficialmente llamados testigos colaboradores
para armar acusaciones contra funcionarios públicos, políticos opositores y presuntos delincuentes.
La mayoría de las veces las imputaciones fundadas en los dichos de tales testigos protegidos fueron desvirtuadas en tribunales y se revelaron como formas de golpear a adversarios políticos (caso del célebre michoacanazo, en el que decenas de funcionarios del estado fueron llevados a prisión por imputaciones jamás comprobadas de colaboración con la delincuencia organizada) o como resultado de intrigas sórdidas en las entrañas del poder, como demostraron los casos del ex subprocurador Noé Rodríguez Mandujano y del general Tomás Ángeles Dauahare.
Cuando se habla de testigos protegidos tiende a olvidarse que esa denominación alude a delincuentes que, de buena o mala fe, deciden cooperar con las instituciones de procuración de justicia a cambio de diversos grados de impunidad, de protección, de dinero, o de las tres cosas juntas. Por principio, pues, el reclutamiento y la premiación de delatores –uso policial importado en forma acrítica del sistema judicial estadunidense– son prácticas contrarias a la justicia, alentadas por un extremado pragmatismo y por la incapacidad de las corporaciones policiales de fundamentar y documentar las imputaciones mediante un trabajo científico de investigación e inteligencia.
Por lo demás, es claro que la calidad de la información obtenida por delatores a sueldo –como es el caso del llamado Jennifer, con cuyos testimonios la PGR construyó varias de sus acusaciones injustas y, a la postre, fallidas– no puede ser, por su misma naturaleza, confiable, porque los informantes no buscan que se haga justicia, sino obtener beneficios personales de su colaboración. Es inevitable, entonces, que la procuración basada en sus señalamientos se traduzca en injusticias y atropellos que no sólo afectan a personas inocentes, sino también vulneran y debilitan el estado de derecho.
Sin embargo, en los pasados 12 años el uso de testigos protegidos se ha incrementado en forma sostenida: el número pasó de 27 a 615 entre 2000 y 2012, en tanto el dinero público invertido en su manutención se incrementó de 2 millones 397 mil pesos a 22 millones 169 mil pesos. En cuanto al promedio de gastos anuales destinados al mantenimiento y protección de cada uno de esos colaboradores
, pasaron de 88 mil 801 pesos (2000) a 341 mil 63 pesos (2012).
Es tiempo, en suma, de reorientar el trabajo de policías y agentes del Ministerio Público hacia métodos confiables y erradicar de las leyes, o limitar hasta la excepcionalidad, la figura del testigo protegido, fuente de omisiones, cobijo de ineptitudes, generadora de impunidades, mecanismo de venganzas personales o facciosas y factor de corrupción de la justicia.