Ramón Vera Herrera, Quito, Ecuador
Un crimen confunde a la sociedad ecuatoriana —que pone el grito en el cielo y aparta la vista de inmediato. Gilberto Nenquimo, vicepresidente de la nacionalidad waorani (Nawe), fue uno de los primeros en dar la noticia del ataque de un grupo waorani contra un grupo en “aislamiento voluntario”, o “no contactado” el 29 de marzo. “Después de haber consultado a una persona que participó en el ataque, tengo información de que hay 18 muertos, entre hombres y mujeres mayores”, dijo Nenquimo. Según AFP, la fuente de Nenquimo participó en el ataque a los taromenane y contó que “los agresores consiguieron cartuchos para escopetas y posiblemente armas en un mercado del caserío de Pompeya, en la provincia de Orellana”. Otras fuentes afirman que los asesinados podrían sumar treinta, y que se trata de una venganza por el asesinato del guerrero Ompore Omeway y su esposa Bogueney, ambos mayores, el 5 de marzo, cerca de Yarentaro y de una zona de explotación petrolera. Lo extraño es que según la misma nota de AFP y diversas autoridades ecuatorianas, “la Fiscalía no tiene certeza sobre la existencia de cuerpos o elementos que permitan demostrar que hubo una matanza”.
Pero la redacción del Sol de Pando pone el dedo en la llaga al apuntar que hay ingeniería de conflictos en la guerra que desde 2003 se desató entre grupos de la nacionalidad waorani contactados y los grupos tagaeri-taromenane (de algún modo parte del pueblo waorani, aunque con otras ascendencias), empeñados en ocultarse en lo profundo de la selva para evitar trabar contactos. Para el Sol de Pando, “lo preocupante de los enfrentamientos entre los indígenas del Parque Yasuní es que se originan en intereses creados por empresas mineras y petroleras que intentan establecerse”, e insistió en que “la iglesia católica denunció que los proyectos de producción minera y petrolera en la Amazonía ecuatoriana son los causantes de las recientes y trágicas muertes en las comunidades waorani y taromenane. Los waorani estarían siendo armados con rifles y escopetas, y premiados con utensilios y herramientas, por parte de empresarios madereros para exterminar a los taromanene no contactados que defienden aguerridamente sus codiciados bosques”. Repsol ypf, Petrobel, Perenco y Petrobras realizan prospección, abren carreteras o de plano explotan en inmediaciones de Yasuní, que en teoría cuenta con la protección del Estado contra cualquier proyecto extractivista o de colonización.
Efectivamente, el Estado tiene el deber de acatar las medidas cautelares de la Corte Interamericana para defender a los grupos en “aislamiento voluntario” (que datan de mayo de 2006), y en el artículo 57 de su Constitución afirma que “los territorios de los pueblos en aislamiento voluntario son de posesión ancestral irreductible e intangible, y en ellos estará vedada todo tipo de actividad extractiva”, por lo que adoptará medidas para garantizar la vida de estos pueblos, “hacer respetar su autodeterminación y voluntad de permanecer en aislamiento, y precautelar la observancia de sus derechos”. Sin embargo, como afirma el asesor jurídico de la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos, César Duque, “no se ha creado una normativa que permita la aplicación de las garantías en ese marco de autonomía indígena”.
En el misterio que rodea el crimen parecería que se busca provocar una animadversión contra los grupos en aislamiento forzado (más que voluntario), haciéndolos ver como salvajes propensos al asesinato y la venganza, mientras se fabrican las condiciones y los pretextos para penetrar en su territorio (llamada Zona Intangible) y romper de una vez por todas el obstáculo que representa su condición de pueblos refugiados, en su propio ámbito.
A principios de marzo, tras el asesinato del jefe Ompore, la Organización de la Nacionalidad Waorani de Orellana (ONWO) ya alertaba de todo esto y exigía al Estado ecuatoriano: “frenar todo intento por utilizar los hechos de sangre que han cobrado la vida de miembros de familias waorani en contacto, como excusa para perpetrar un contacto forzado que implicaría muerte, despojo territorial y el posible exterminio entre waorani; retomar lo expuesto por ONWO a diversas instituciones para que se frene la penetración de colonos, nuevas infraestructuras y vías, sembríos no tradicionales waorani e incluso el corte de madera legal e ilegal como se comprobó en 2012, y que se cumpla con la Constitución y la ley (garantizando que el territorio waorani donde habitan familias en contacto y en aislamiento, sea intangible a actividades de colonización y extractivas)”.
Los conflictos no ocurren solamente entre clanes waorani y taromenane, sino centralmente con prospectores, ganaderos, madereros, petroleros, colonizadores, evangelizadores, agroindustrias, constructores de carreteras y el turismo. Contra ellos se han dirigido los ataques (muy diferentes de las disputas ancestrales) desde los años setenta, como señala José Proaño. Ataques que en su mayoría ocurren en los límites del territorio waorani, en la frontera extractiva y agrícola, y son dirigidos contra los cowodi, aquellos que no son waorani.
Pero desde el Estado ecuatoriano no parece haber voluntad de defender a los waorani. De acuerdo a un editorial de Acción Ecológica, desde febrero de 2010 “el entonces titular de Petroamazonas, hoy encargado del Ministerio de Recursos Naturales No Renovables, Wilson Pástor, dijo ante los medios que no había evidencia contundente de la presencia de pueblos aislados y que más bien podrían ser hechos prefabricados”. Con lo cual condicionó la política dirigida a los pueblos en aislamiento voluntario, al insinuar que eran un invento de la sociedad civil.
El recuento de Acción Ecológica (una de las organizaciones con más trabajo en la región) nos deja ver que la expansión petrolera avanza justo en la “parte central del territorio ancestral” waorani —en esos sectores cuadriculados que infamantemente se nombran Bloques numerados y circundan la Zona Intangible. El Bloque 16, operado por Repsol (España)-Nomeco (China), es donde ocurrió el ataque al jefe Ompore Omeway y su esposa, y desde donde salieron tres expediciones que culminaron con la matanza reciente de gente en aislamiento.
Para Acción Ecológica el territorio en disputa entre waorani y pueblos en aislamiento está bajo control de las petroleras, que han logrado acuerdos con algunos waorani para una ocupación del territorio “con mayor concentración poblacional en torno a las carreteras que atraviesan el bloque, consumo de alcohol, armas de fuego, y diversas formas de dependencia, incluyendo dinero en efectivo”. Los tagaeri “huyeron del contacto forzado por el Instituto Lingüístico de Verano (ILV), cuando éste abría el paso para las operaciones petroleras de Texaco. Los tagaeri y los taromenane, al parecer, siempre vivieron transitando en el Yasuní, entre Ecuador y Perú. Ambos pueblos se declararon libres y rechazaron cualquier contacto con culturas ajenas a la suya; ambos tienen derecho a mantener esta condición. El impresionante ruido, la contaminación, las enfermedades, la competencia, la manipulación a las comunidades, la militarización, son el telón de fondo de la actual crisis en la zona”.
Según Miguel Ángel Cabodevilla, tal vez el investigador que más conoce a los waorani, “los tagaeri son una escisión de grupos waorani bien conocidos, mientras que los taromenane son grupos de un mismo tronco separados al menos desde hace más de un siglo de los waorani, y desde fines del siglo xix no han tenido una relación amistosa”. Desde fuera, se ha terminado por hacerlos un mismo grupo, el de los pueblos “no contactados”, “en aislamiento voluntario”, “pueblos ocultos”, todos términos fallidos para una condición de arrinconamiento feroz.
Para las investigadoras Fernanda y Sol Vallejo, los tagaeiri-taromenane, como los propios waorani, siempre fueron clanes “nómadas” que se movían en un amplio compás de espacio-tiempo tejiendo relaciones entre los clanes y con toda la selva con la que convivían: recolectaban, cazaban, pescaban, pastoreaban y sembraban, conformando pueblos que con el paso de los milenios definieron su territorio: un ámbito de recorridos, relaciones y sentido en común.
Lo real es que no hace más de cincuenta años los waorani iban y venían de Colombia y Perú y continuaron en este trasiego que les permitía un manejo eficaz y sabedor de sus territorios, hasta que llegaron las petroleras, la minería, las monterías de caucho y de madera y más recientemente el narcotráfico —cerrando rutas o haciéndolas intransitables por sus obrajes y sus contaminaciones (destaca el ruido, que aleja los animales de sus cotos tradicionales).
En tales recorridos, los clanes amazónicos se topaban entre sí; o se entendían e intercambiaban dones [contribuían al cuidado mutuo del territorio], o se desencontraban y combatían aguerridamente.
El ILV entró en los años cincuenta con gran empuje y abrió centros de colonización, reducción, modernización y evangelización, lo que fragmentó las comunidades y promovió la penetración de las corporaciones. Cada avanzada de extensionistas, prospectores y funcionarios les fue dejando trochas y senderos abiertos al interior de sus territorios. Pero la entrada a la floresta se demoró porque la selva “es jodida” y tiene sus defensas, además de que a ojos de todo mundo los amazónicos eran unos salvajes y lanceaban a quienes osaban penetrar sus territorios. Siempre habían sido guerreros y no iban a dejarse vencer o convencer así nomás.
El ILV comenzó a llevarse niños y niñas de las comunidades para “civilizarlos”, con lo que el contacto fue rapto. La única salida que dejaron a las comunidades que no aceptaban este “trato civilizado” fue sumergirse más en la selva y volverse más intratables. Efectivamente. En varias ocasiones lancearon a misioneros y sus familias, y a invasores de toda calaña. Esta actitud irreductible se tradujo en años recientes en un aislamiento que se parece más al de “un tigre enjaulado que al de pajaritos libres que vuelan por el bosque”, como dijera Milagros Aguirre, directora de la Fundación Labaka. Y así resistieron con lanzas las armas de fuego y los helicópteros, logrando el respeto frágil de un territorio muy reducido. De los 2 millones de hectáreas de su territorio ancestral “entre la margen derecha del río Napo y la izquierda del Curaray”, apunta el investigador Napoleón Saltos, su territorio se redujo (por el embate de las concesiones petroleras, madereras, agrícolas y de colonización) a unas 612 mil hectáreas.
El Estado remachó que el subsuelo sería administrado por él mismo: “los adjudicatarios no podrán impedir o dificultar los trabajos de exploración y/o explotación minera e hidrocarburífera que realice el gobierno nacional y/o personas naturales o jurídicas legalmente autorizadas”. Y el ilv siguió penetrando en diferentes puntos de la selva, estableciendo poblamientos.
Ya para este momento, en las vueltas de la peregrinación ancestral por su territorio se dieron cuenta que muchas rutas y pasos estaban cerrados y que su ámbito se seguía reduciendo. Los clanes mantuvieron el manejo itinerante de su territorio aunque en versiones más y más reducidas hasta llegar a la noción de “tambos”: regiones pequeñas por donde peregrinan en el año y que cuentan con sitios de agua, siembra, habitación, cacería y recolección, para después retornar a su asentamiento más fijo. Pero las fricciones y los enfrentamientos adentro fueron más frecuentes con záparas, sequoyas y awas.
Entre los waorani contactados existen núcleos en resistencia, en particular mujeres, que no se dejan engatusar, y núcleos comunitarios que defienden su territorio en los espacios que pueden, pero también hay núcleos que terminaron siendo funcionales a los intereses de petroleras, mineras y madereras, que conformaron, como afirma Napoleón Saltos, “cuadrillas armadas, algunas de ellas con los mismos indígenas” para enfrentar a los waorani que defienden sus territorios, y llegaron al punto de crear organizaciones de waorani que realizan convenios de “colaboración” y “gestiones gubernamentales que respalden sus operaciones”. Comenzó a haber jefes de clanes sometidos y vendidos a cambio de un peaje por entrar o cruzar el territorio concedido a las petroleras. De pronto Repsol estaba a cargo de regiones del territorio y “del ambiente”. Y les daba de comer: muchos waorani abandonaron recorridos y sus artes ancestrales, y se sentaron a esperar arroz y atún de Repsol.
Según Saltos, en el territorio ancestral waorani se han abierto ocho campos y siete bloques petroleros de 200 mil hectáreas cada uno. Cerca de 492 mil hectáreas, casi la mitad del Parque Yasuní, entregadas a las petroleras. “La parte sur no ha sido concesionada gracias a que fue declarada Zona Intangible en 1999 y delimitada en el año 2007”. Esto, con la colaboración de las Fuerzas Armadas que entre 2003 y 2005 firmaron contratos con Repsol para darle seguridad, y que a partir de 2007 tienen un departamento de “seguridad petrolera” con el que el gobierno de Correa decretó militarizar los campos petroleros en la Amazonía.
Hay quien afirma que si los tagaeiri-taromenani se hicieron objeto de una venganza porque mataron a Ompore y su esposa, esto es paradójico porque habrían matado justo a una de las autoridades morales que permitía y propiciaba la relación entre contactados y no contactados —y uno de los pocos waorani que mantenía una relación de cercanía y entendimiento con los taromenani. Se perdió así uno de los amortiguamientos más reales que tenían unos y otros. Lejos de estar apegada a los ritos guerreros waorani, la matanza que “vengó su muerte” fue perpetrada con armas de fuego, y fue recibida con gran escepticisimo por las autoridades ecuatorianas —lo que no deja de extrañar de un Estado que responde agresivo y puntilloso ante todo lo que le molesta, mientras que en este caso sigue sin ver los cuerpos ni constatar el número de los muertos.
Al mismo tiempo, en Ecuador, la animadversión contra waorani y tagareres crece entre la opinión pública desinformada. Más protestas hubo en las redes sociales por unos perros que mataron en Guayas para que no estorbaran en un campeonato de surf en Montañita, en el balneario de Santa Helena, que por la matanza de taromenane.
Veva y Alicia ven la TV, Chichimilá, Yucatán, 1986