Con su enorme pecho agrario
Se empeñan en convencernos de que indio y pobre son sinónimos. Y como a la pobreza se le combate. Ciertamente muchas familias indígenas rondan la miseria. Mas no son los únicos pobres, y con frecuencia no son por vivir en el campo sin iPhone, aunque encuestas, censos, mediciones y asesores de “programas” promulguen lo contrario. Dicho crudamente, a diferencia de tantos millones de mexicanos desposeídos a secas, los pueblos indígenas tienen la tierra. Alguna. La suya, que por serlo es nuestra. La llevan muy adentro de su propia existencia de siglos. Y eso los hace, los ha hecho siempre, menos pobres e inermes de lo que predican los sucesivos regímenes de dominación. Hoy la expansión capitalista e industrial extrema, que parece imparable, borra brutalmente las últimas fronteras en los territorios yaqui, rarámuri, wixarika, nahua, ikoot, chol. De muchos modos lo mismo, el avance depredador representa un etnocidio, con fases de genocidio.
Lo padecen otros pueblos de América. Los mayas de Guatemala se llevaron la peor parte en el pasado medio siglo, allí el intento de exterminio ha sido explícito y oficial. O en Chile contra los mapuche, y muy seguido en Colombia. La remota matanza de taromenane en la Amazonía ecuatoriana el pasado marzo adquiere importancia simbólica y real como producto de una guerra, con distintos disfraces, dirigida a los pueblos dueños y guardianes de la Tierra que con su “enorme pecho agrario” (Carlos Pellicer) nos siguen cuidando.