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El avión inservible

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ace 20 años, en Estados Unidos, la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados en Defensa (DARPA, por su acrónimo en inglés) elaboró un programa para desarrollar un avión indetectable al radar, que fuera capaz de reemplazar tres tipos distintos de aeronaves de guerra: los cazabombarderos F-16 Fighting Falcon de la Fuerza Aérea, los F18 Hornet de la Marina, que aterrizan en, y despegan de, portaaviones, y los F18 y AV8 Harrier II del Cuerpo de Marines, con capacidad de despegue vertical. El nuevo aparato habría de ser muy maniobrable, de fácil mantenimiento, capaz de volar a velocidades superiores a la del sonido sin emplear postcombustión (un sistema que proporciona un gran empuje, pero que consume cantidades ingentes de combustible y que hace a los aviones de combate más vulnerables ante los misiles guiados por calor), apto tanto para misiones de combate aéreo como de ataque a tierra, dotado de aviónica de última generación, y capaz de compartir datos en tiempo real, mediante redes inalámbricas, con otras aeronaves y unidades militares. Además, la máquina debía ser barata, pues se pensaba fabricarla por muchos miles.

Un año después, ya bautizado Joint Strike Fighter (JSF), el proyecto se había vuelto tan ambicioso que podía poner en riesgo la existencia de las grandes corporaciones aeronáuticas de la época, en la medida en que éstas podrían verse tentadas a jugarse el todo o nada por el mayor contrato en la historia de la industria aerespacial, lo que dejaría una cadena de quiebras y un colapso económico de escala nacional. Con ese peligro en mente, Washington prohibió a las empresas rivales que financiaran con recursos propios los modelos del concurso. El temor era fundado: el programa anterior, llamado Advanced Tactical Fighter (ATF, Caza Táctico Avanzado), que derivó en la gestación de los actuales F-22 Raptor, había sacado del mercado aeronáutico a General Dynamics y llevado a la desaparición a McDonnell Douglas, deglutida por el gigante Boeing.

El costo de desarrollo del JSF fue calculado en 25 mil millones de dólares. El Pentágono y los barones de la industria aeroespacial de Estados Unidos calcularon que la nueva aeronave podría replicar el éxito del F-16 en ventas internacionales y lograron asociar al nuevo proyecto a Inglaterra, Holanda, Italia, Canadá, Turquía, Australia, Noruega, Dinamarca, Israel y Singapur, con lo que la enorme suma podría ser reunida entre varios gobiernos.

En su fase final, el concurso quedó en dos finalistas: el X-32 de Boeing y el X-35 de Lokheed Martin, cada uno de los cuales tuvo un costo similar: 750 millones de dólares. El primero se inspiró en un proyecto desarrollado en la Alemania nazi para desarrollar un caza avanzado a reacción de tipo ala volante, en tanto que el segundo se benefició con los desechos tecnológicos del malogrado caza soviético de despegue vertical Yak-141, cuyo desarrollo se quedó sin fondos conforme su país de origen se desintegraba. En octubre de 2001 el Pentágono desechó el prototipo de Boeing y otorgó a Lokheed Martin un contrato de preproducción para el F-35 Lightning II, basado en el X-35, y dio inicio la construcción de modelos de prueba con tres variantes: el F-35A, de despegue convencional, destinado a la Fuerza Aérea, el F-35B, de despegue vertical, para la Armada, los Marines y las fuerzas aéreas de Inglaterra e Italia, y el F-35C, diseñado para operar en los portaaviones de la marina estadunidense.

Hacia diciembre de 2006, cuando fue entregado para pruebas el primer F-35A, el costo de desarrollo se había elevado a 45 mil millones de dólares y aumentaba día a día. Entonces ya habían entrado, o estaban por entrar en servicio, aeronaves de nueva generación como los rusos MiG-29K, MiG-35, Su-33 y Su-37, así como el sueco Saab 39 Gripen, el francés Dassault Rafale y el multinacional europeo Eurofighter Typhoon, que igualaban o excedían al F-35 en todas las prestaciones (alcance, aviónica, visibilidad, capacidad de carga, maniobrabilidad, velocidad, techo máximo) salvo una: la baja detectabilidad al radar del aparato estadunidense. Tal ventaja única se convirtió, sin embargo, en una severa limitación, por cuanto el Pentágono se vio ante la encrucijada de compartir con sus aliados tecnologías secretas llamadas furtivas, con el riesgo que eso implicaba, o privar de ellas al Lightning II, con lo cual la aeronave perdía su único atractivo sustancial ante los productos de la competencia.

La preocupación era fundada: en las guerras emprendidas por Washington contra Irak y Yugoslavia, los bombardeos de los F-117, primeros aviones furtivos de ataque a tierra, resultaron cruciales para inclinar rápidamente la correlación de fuerzas a favor de los invasores, lo que demostró el gran valor táctico de esa tecnología. En todo caso, el problema se resolvió sólo cuando Rusia e India, en alianza tecnológica, y China, por sí misma, demostraron ser capaces de fabricar aviones tan furtivos como los F-117A, B-2, F-22 y F-35 estadunidenses e hicieron, de esa forma, irrelevantes los esfuerzos de Estados Unidos de ser el dueño único del difícil arte de escamotear un avión de varias toneladas de peso al escrutinio de los radares enemigos.

Más allá de los problemas de mercado, el F-35 enfrenta dificultades tecnológicas inauditas. Por ejemplo: sus primeras versiones poseen motores muy poco potentes; al incorporar grupos electrógenos más poderosos, el fabricante ha debido incrementar el peso y disminuir tanto el alcance como la capacidad de carga; la subvariante de despegue vertical, el F-35B, ha tenido tantos problemas de desarrollo y su costo se ha disparado a tal grado que la armada inglesa se desistió de adquirirlo y se decidió por el F-35C, caza embarcado de despegue convencional. Holanda parece acercarse a una decisión aun más radical: no comprar ningún tipo de F-35. Hace no mucho, un oficial del cuerpo de Marines señaló publicamente que la adquisición y el mantenimiento de esas aeronaves (cada hora de vuelo cuesta 50 mil dólares) podría consumir todo el presupuesto del arma y se manifestó por cancelar las compras previstas de F-35B (190 millones de dólares cada uno) y equipar a la infantería de marina con aviación de apoyo formada por aviones F-22 (150 millones cada uno) o incluso por los brasileños Embraer Supertucano, que valen nueve millones de dólares la unidad.

El F-35 Lightning II habría debido entrar en servicio operativo en 2010 o, a lo sumo, en 2011, pero no tiene para cuándo: aún debe pasar por 40 mil horas de pruebas y ni siquiera se ha autorizado el ensayo de vuelo nocturno, la prueba de encendido del radar, el reabastecimiento aéreo o una velocidad superior a 550 nudos. A estas alturas Estados Unidos se ha gastado 50 mil millones de dólares en el desarrollo y la fabricación de una aeronave de guerra que resultaría inexorablemente destruida en combate aéreo por cualquier aparato de última generación de Europa, Rusia, India o China; que resulta de antemano obsoleta ante los sistemas antiaéreos desarrollados por la industria rusa en la última década y que, como dice el analista de temas militares Zbiginiew Mazurak (promotor ultramontano del rearme y de los presupuestos de defensa desmesurados) viene a ser uno de los peores aviones de combate jamás diseñados. Aun más implacable, Elizabeth May, dirigente del Partido Verde canadiense, critica la compra del F-35 en estos términos: no es que sea caro; es que es inservible.

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