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Tierra habitada Disensos toponímicos. –Y esa montaña ¿cómo se llama? –Es el Cerro de las Flores, dice el de Santiago Lachiguiri. –¡Cómo va a ser! Ese es el Cerro del Chayote, dice el de Santa María Guienagati. Y se ponen a discutir. Porque los de Lachiguiri y los de Guienagati traen pleito por el dichoso monte y llamarle distinto es parte del jaloneo. –En realidad se llama Chayotepec –tercia el maestro Abisael, que de historia sabe un resto–. Así lo bautizaron los aztecas, que llegaron por acá hace más de mil años y le iban dando nombre náhuatl a los sitios que dominaban. –Así que Chayotepec. –Sí: Cerro del Chayote. Pero más antes se llamó Tiani qui ape, que así le pusieron los zapotecas provenientes de Mitla y Zaachila, cuando llegaron al istmo por ahí del 1300 en plan de conquista… Hora que, viéndolo bien, los verdaderos originarios de aquí son los mixes. Y seguro que lo han de haber nombrado de algún modo. A saber. Poblar es ponerle nombre a los sitios donde se habita. Y cuando hay conflicto por el dominio de los lugares, por lo general hay desacuerdo en los nombres. Puente entre la seca planicie de Tehuantepec y la húmeda y quebrada sierra nororiental de Oaxaca, el lugar donde estamos fue tierra de mixes dominada primero por los zapotecas, después por los aztecas y más tarde por los españoles. Y los lugares guardan esa memoria. En las desmontadas y niveladas tierras de labor, en los restos de construcciones, en los caminos, en los nombres de cerros, ríos, llanos, piedras… ahí está escrita la historia de los pueblos. La piedra matada. En el mero centro de Guienagati, junto a la vieja iglesia de ladrillo rojo, hay una gran piedra sobre un pedestal. Pregunto por ella. –Ah, la piedra. Bueno, ahí está parte de nuestra historia. Aquí se llama Santa María Guienagati. Lo de Santa María se lo pusieron los españoles y lo de Guienagati es zapoteco. Unos dicen que significa “Flor marchita”, pero lo cierto es que Guienagati quiere decir “Muere aquí piedra”. Y ésta es la piedra que murió. –¿Murió la piedra? –Si no trae prisa le cuento. Hace muchos años vivíamos en Guiedxieu, que quiere decir “Pueblo viejo” y está cerca de Lachivizá, a la orilla del Río de los Perros. Ya después, en tiempo de los españoles, nos fuimos a la hacienda ganadera de Santa María, que es donde ahorita estamos. Y como aquí no había cura, de vez en cuando nos visitaba un padre dominico que venía desde Yudxi –lo que hoy llaman Jalapa del Marqués–. En su camino el sacerdote tenía que cruzar por Guiedxieu, y en uno de esos viajes una gran piedra de los antiguos que ahí estaba tirada, lanzo un fuerte destello cuando él iba pasando. Con la mala suerte que el caballo se espantó y lo tumbó. Azuzados por el cura, que traía mucho coraje por haberse caído, los del pueblo se fueron en bola a donde estaba la piedra y al grito de ¡guie-na-gatti! –que quiere decir “muere aquí piedra”– le metieron fuego a la roca de los antiguos. Desde entonces Santa María se llama Guienagati. Pero por haber ofendido a nuestros ancestros nos condenamos a la pobreza en la que aún hoy vivimos. Casi mito fundacional, la historia de un pueblo que por obedecer a la nueva religión ofendió a los antiguos, entrevera espacios y tiempos significativos en una identidad cuya huella está en la memoria y en el entorno, en los lugares y en los nombres. Una identidad de uso diario pero que se hace más presente cuando se narran historias como la que me acaban de contar. Porque entre otras cosas los pueblos son una plática interminable, conversación sin fin que preserva el pasado y lo reinventa. Y es que de tanto recorrerlos los caminos se mueven y de tanto repetirlas las historias cambian. Trabajaderos. Originariamente en el campo se subsiste de sembrar, pastorear, cazar, recolectar… es decir de transformar provechosamente el medio natural. En el agro no es como en la ciudad, que andamos dislocados chambeando en un sitio y viviendo en otro, ahí por lo regular el lugar donde vives es el lugar del que vives. Por eso en el caso de los campesinos, la apropiación productiva mediante el trabajo es pieza clave en la construcción social del entorno. Y los de Lachiguiri y Guienagati no trabajan en un solo lugar, son productivamente itinerantes. –Por lo general tenemos rancho en las tierras bajas, que son calientes y secas pero donde se puede hacer milpa de temporal. Ahí en junio, si es que llovió, sembramos maíz zapalotillo y frijol, y para septiembre ya estamos cosechando. Entonces nos vamos para la finca que está en las tierras húmedas y altas de la montaña. Ahí tenemos café entreverado con frutales y entre octubre y noviembre hacemos la limpia, para empezar a pizcar desde diciembre y hasta marzo. Pero como últimamente llueve menos y en las tierras bajas seguido se pierde la cosecha, nos vamos a los acahuales del cerro, que se tumban y queman en mayo para sembrarlos con maíz una sola vez, pues la tierra se cansa y tarda en reponerse entre ocho y diez años. –O sea que se la pasan del rancho a la finca y de la finca al acahual… –Y le faltó el potrero. Algunos tenemos ganado, no mucho y sólo como un ahorro. En el temporal, cuando hacemos milpa, tenemos a las vacas y los becerros en las tierras bajas, pero en secas se malpasan y tenemos que subirlos a los potreros del cerro. Y ahí no acaba, pues los pueblos donde vivimos no están ni en la montaña ni en los bajos sino en las partes medias y templadas, donde las señoras tienen sus huertas de traspatio y algunos animalitos… Así, caminando de un lado a otro, se construye y reconstruye año tras año el ámbito productivo de estos zapotecos del istmo. En su caso la ocupación del espacio por pisos agroecológicos configura una compleja urdimbre de tiempos y movimientos que tienen su base en el pueblo, pero van del rancho a la finca y al acahual y al potrero y a la huerta. Eso sin contar que algunos bajan a trabajar en las fábricas de Coatzacoalcos o Tehuantepec o migran al gabacho en pos del “famoso dólar”, como le dicen. Tierra y territorio. Guienagati y Lachiguiri son comunidades indígenas y poseen sus tierras ancestrales en propiedad social, amparada primero por títulos primordiales coloniales y después de la revolución por títulos agrarios. Hechos administrativos que se limitan a formalizar una posesión real cotidianamente ratificada. Porque hay dos fuentes primordiales del derecho a la tierra: la ocupación y el trabajo, que a su vez asignan significados al entorno y son fuentes de cultura. Habitar y aprovechar productivamente pueden arrojar delimitaciones espaciales algo diferentes, pero en el fondo son funciones inseparables pues en el campo el lugar donde vives es el lugar que trabajas. Habitar, cultivar, cuidar, significar y de esta manera apropiarse colectivamente del entorno es sólida base del buen gobierno local, pues convivir legitima las decisiones del grupo. Compartir vecindario, trabajo productivo e imaginario es la mejor forma de construir ciudadanías capaces de dialogar y por tanto de conformar gobiernos democráticos. En el campo las dimensiones laboral, habitacional, cultural y ciudadana aún van juntas. No es casual que en los pueblos zapotecas y mixes del istmo, comunidad agraria y municipio coincidan espacialmente. Y aquí aparece por primera vez el territorio como algo diferente de la tierra. Porque llamamos territorio a un espacio político administrativo; un ámbito jurisdiccional que puede ser el de un país, un estado, un municipio o una etnia que reivindica el autogobierno. La sobreposición de comunidad y municipio hace que por lo general en Oaxaca los comisarios de bienes comunales y los alcaldes compartan espacios, lo que facilita la comprensión de que la tierra es la verdad del territorio. Y es que cuando los miramos desde abajo, los territorios jurisdiccionales como ámbitos de gobierno, aparecen como tierras: lugares habitados, trabajados y significados por personas; espacios con identidad y rostro humano. Cuando menos en el campo, detrás del abstracto ciudadano está siempre el concreto comunero. La idea simplificadora y dicotómica idea de que tierra es la que se trabaja y territorio el que se habita y gobierna, funciona quizá para sociólogos, no para la gente. En el mundo rural el derecho de gobernar viene, no de la ciudadanía legal, sino del trabajo y la ocupación, con frecuencia ancestrales. Tenemos derecho a gobernar en nuestras tierras porque las habitamos, trabajamos, cuidamos, nombramos y conocemos mejor que nadie. Decir que hoy se lucha por el territorio y no por la tierra es una barbaridad. Cuando los zapatistas decían tierra pensaban en milpas, huertas y potreros pero también en montes y valles, ríos y bosques. Las mentadas “tierras de los pueblos” son tanto los campos de labor como sus dominios, ámbitos extensos en donde tiene sentido el complemento de tierra, que es libertad. Confío en que a nadie se le ocurra hablar del “territorio donde nací” o del “territorio de mis padres”, o rebautizar la clásica película “Así es mi tierra” como “Así es mi territorio”. Territorio es un pertinente concepto jurisdiccional, pero en el campo se ahueca si no tiene a la tierra por sustento. Gobernemos nuestros territorios, sí, pero gobernémoslos desde abajo, desde la tierra. Predadores. Y la tierra hay que defenderla porque está amenazada. A los zapotecas y mixes del istmo se les fueron encima, primero la Compañía Silvícola Magdalena, que era de un italiano, y luego la Papelera Tuxtepec, que era del gobierno. Y saquearon sus bosques. Las corporaciones trasnacionales están en todas partes y no pertenecen a ninguna, pero siendo globales tocan tierra en nuestras comunidades. A veces sólo compran y venden con ventaja, con lo que nos despojan de nuestro trabajo, pero en otras saquean, depredan… Y lo que destruyen es nuestra tierra: los sitios donde trabajamos y habitamos, el lugar de nuestra memoria y de nuestros sueños. Entonces nos toca defender la tierra.
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