20 de abril de 2013     Número 67

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Colombia

De aguas y “locomotoras
minero-energéticas”

Danilo Urrea CENSAT Agua Viva / Amigos de la Tierra-Colombia


FOTOS: Archivo

Para comprender en pocas líneas la situación que se vive en Colombia con el extractivismo, y lo que persigue en este país la locomotora minero– energética (como la ha denominado el gobierno de Juan Manuel Santos), es necesario presentar un contexto general respecto de su historia reciente.

Entre 2002 y 2010, en los dos mandatos del derechista Álvaro Uribe Vélez, se implementó el concepto de seguridad democrática, el cual perseguía, bajo la bandera de la lucha contra la insurgencia, la garantía de la inversión extranjera directa y consolidar las bases para la cohesión social.

Efectivamente, tal garantía se generó por una doble vía: la militarización de los territorios y la construcción de leyes del despojo en el Congreso de la República. El resultado fue el desplazamiento interno de unos cuatro millones de personas y la toma, a sangre y fuego, de ocho millones de hectáreas por parte de grupos paramilitares. En esas tierras se han implementado, o se pretende implementar, los principales megaproyectos, entre ellos grandes emprendimientos mineros y también de represas, plantaciones y agro combustibles.

Con esas condiciones de posibilidad, necesarias pero no suficientes, el gobierno de Juan Manuel Santos puso en marcha la llamada locomotora minero-energética, como principal motor del desarrollo del país. Para febrero de 2012 se habían realizado en Colombia 42 mil solicitudes de explotación minera, principalmente sobre la cordillera de los Andes (que en Colombia se divide en tres, dando origen a las cordilleras occidental, central y oriental) y en donde se encuentran las principales estrellas hidrográficas.

Lo que fue presentado para el país como la gran innovación en materia económica, la locomotora minero energética, en realidad responde a agendas de negocios de carácter empresarial trasnacional y nacional privados, y a imposiciones del Banco Mundial desde la década de los 50s, por medio de su programa Petróleo, Minería y Gas.

Por otro lado, no se puede desconocer que la reprimarización de la economía colombiana, con la minería como el gran sector de reactivación y crecimiento, es producto de la división internacional del trabajo, en la cual los países latinoamericanos se categorizan como proveedores de materia prima y su fuerza de trabajo queda sometida a las definiciones del andamiaje trasnacional con las Instituciones Financieras Internacionales (IFIs) como intelectuales orgánicas del capitalismo corporativo. En este contexto, el balance que se puede hacer del proyecto minero-energético en Colombia es lamentable, y lo que se presenta como grandes soluciones e innovaciones no son más que eufemismos para satisfacer y ahondar estrategias de (re)colonización.

El modelo minero-energético colombiano no responde a los intereses de la clase trabajadora del país, ni de los sectores que históricamente han soportado la economía nacional. Su implementación no ha generado encadenamientos laborales y no entrega beneficios importantes en términos de regalías, pues los marcos regulatorios se elaboraron a principios del siglo XXI al calor de intereses corporativos.

Pero la mayor contradicción que ha presentado la minería en Colombia puede entenderse en términos de conflictos socio ambientales. Aunque los importantes y estrictos debates en términos de explotación laboral o redistribución de la renta minera, entre otros, ocupan a algunos sectores más cercanos a fuerzas políticas partidistas o a impulsores de la pequeña y mediana minería nacional, la generalización de las respuestas al modelo se ha dado por la contradicción que implica para los territorios y las comunidades que les han construido tradicionalmente.

Una de las principales preocupaciones de las comunidades étnicas, e incluso de pobladores urbanos, tiene que ver con la privatización por contaminación que la minería ha generado sobre las aguas. Un resonado caso captó la atención del país cuando la empresa Grey Star solicitó para explotación minera el Páramo de Santurbán.

Los páramos son territorios de alta montaña que por poseer vegetación pionera se convierten en retenedores de agua y en general zonas de carga y recarga hídrica. Existen únicamente en cinco países del mundo y Colombia posee aproximadamente el 63 por ciento de la totalidad mundial. Estudios recientes señalan que más de la mitad de estos territorios están solicitados para explotación minera en el país, a pesar de estar protegidos por la Constitución y las leyes.

Cuando la trasnacional intentó obtener la licencia ambiental para la explotación, la articulación de comunidades campesinas y urbanas de las regiones y ciudades que se surten de las aguas del Páramo, generó una verdadera reactivación de la lucha social en Colombia por la defensa del patrimonio hídrico. En febrero de 2011, más de 40.000 personas marcharon en la ciudad de Bucaramanga exigiendo la negativa de la solicitud; finalmente la presión social llevó a que la empresa retirara el proyecto en los términos inicialmente presentados. (Más de dos millones de personas, de los 44 millones que habitan el territorio nacional, estaban en peligro de desabastecimiento de agua por la explotación minera pretendida en el Páramo de Santurbán).

Sin embargo, además de los procesos exitosos que han logrado evitar la destrucción del ciclo hidrológico integral, como en el caso del Páramo de Santurbán, amplias zonas del país han sido devastadas por la minería y comunidades enteras se han desplazado de sus territorios, con la complicidad de los gobiernos de turno y del Estado, que han violado sistemáticamente los derechos de la población para satisfacer negocios. Estos casos se han dado, entre otros, en el departamento de La Guajira, donde se encuentra una de las minas de carbón a cielo abierto más grandes del mundo, o en el departamento del César, donde más de 20 ríos han desaparecido por el accionar minero. Recordemos que Colombia es el primer exportador de carbón de América Latina y el quinto mundial, con 75 millones de toneladas al año.

La situación de derechos humanos tampoco es la más positiva, pues las zonas de influencia del extractivismo minero concentran altos índices de violencia producto de la descomposición social que trae consigo la actividad.

Día a día crece la oposición a la minería, pues la demagogía gubernamental y la militarización territorial no han conseguido convencer a las comunidades, organizaciones y movimientos sociales de un eufemismo a todas luces impresentable: que la minería traerá el progreso al país y el desarrollo a poblaciones que ancestralmente han garantizado su existencia desde el respeto por la vida, y no de la destrucción de la naturaleza que la garantiza. En la lucha por la defensa de las aguas está la clave de articulaciones de largo aliento. Como se presentó, en esta lucha hay experiencias victoriosas.

La nueva modalidad para enfrentar la lucha territorial y la organización popular en Colombia pasa por la criminalización de la protesta. El 16 de marzo del presente año, mientras se preparaba este escrito, 84 activistas del Movimiento por la Defensa de los Territorios y afectados por Represas Ríos Vivos fueron arrestados y a 12 de ellos se les intentó judicalizar por oponerse pacíficamente a la construcción del proyecto hidroeléctrico Hidroituango. Seguro vendrán tiempos difíciles, no sólo para Colombia sino para el conjunto de los países explotados y entregados a los intereses del capital corporativo. Pero también, con certeza, los movimientos de defensa de la vida continuarán construyendo estrategias de dignificación y resistencia. La lucha continúa...

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