auricio Fernández Garza ha tenido desde siempre un trato contrapunteado con la muerte. La muerte de otros: liebres, grandes bestias africanas o norpolares; también la de un hijo y un joven agente de tránsito y la de quienes han sido presuntamente responsables –vivimos en el país de la presunción– de algunas muertes, acaso la de ese humilde servidor público y otros de mayor rango, como la del subsecretario de Seguridad de San Pedro Garza García, el municipio del que Fernández Garza fue alcalde hasta el año pasado.
Su misma muerte le ha sido anunciada, en tono de amenaza, por varios miembros del crimen organizado. En El alcalde, un documental de magnífica factura, Fernández Garza deja saber que “ahorita, a Dios gracias, el score va 3-0. Los tres están muertos y yo estoy vivo. Claro, es un score en el que no me puedo equivocar. Mientras siga 4-0, 5-0, pos ahí la llevo. Cuando sea 5-1, pues valiendo gorro... pero hoy por hoy, va 3-0. Los tres que anunciaron que me querían fumigar, pues salieron fumigados”. La humorada parecen celebrarla, aparte de los espectadores, una catrina y tres acompañantes tejidos en fibra natural a escala humana: están como anfitriones en la sala de su mansión llena de trofeos de caza, colecciones diversas y piezas de arte y arquitectura traídas de los rincones más sorprendentes del mundo.
La muerte de un hijo le hace a cualquiera perder miedo al suceso final de los humanos y a otros de menor daño. Cuando ese enorme infortunio ocurre, no importa que sea en condiciones las más trágicas o previsibles, las más holgadas o las más miserables, el peso y todos los gestos y parafernalia solemnes que acompañan a la muerte se tornan leves, un tanto insignificantes y hasta motivo de actitud deportiva y humorística, como en el caso del ex alcalde de San Pedro. Martel se llamaba el hijo de Mauricio Fernández y tenía 18 años cuando murió en un accidente aéreo. Cuando el aguerrido y desparpajado alcalde de San Pedro suelta el llanto por el joven agente de tránsito asesinado no hace chapuza, como lo ha interpretado Jorge Volpi. Al contrario, me parece que es un llanto tan genuino como sustitutivos son los sentimientos y arbitrario y caprichoso el poder en quien lo ha ejercido desde pequeño dentro de una comunidad donde los amos ricos mandan y los sirvientes de menor ingreso les aplauden no importa qué.
Dirigido por Diego Enrique Osorno, Emiliano Antuna y Carlos F. Rossini, el documental nos introduce en la encarnación de ese poder al momento en que Mauricio Fernández asume el cargo como presidente municipal de San Pedro Garza García. Allí, el sobrino nieto del legendario industrial Eugenio Garza Sada anuncia que se tomará atribuciones que no le corresponden porque vamos a tomar al toro por los cuernos
(aplauso de pie de todos los asistentes). Se refería el nuevo alcalde a la inseguridad, que azota a este municipio como a otros de Nuevo León y el país.
Esa declaración, seguida de los hechos que le dieron cuerpo, fue el equivalente de mandar al diablo, como lo hizo Andrés Manuel López Obrador, unas instituciones dominadas por la trampa, la corrupción, la simulación y la ineficacia.
Pero esa equivalencia la pasaron por alto funcionarios estatales y federales, empresarios, dirigentes de partidos políticos y ciertos medios destacados por su cultivo del doble discurso. Si un político se propone tomar por los cuernos al toro de la desigualdad, qué terrible y condenable; si una actitud semejante, pero en otro sentido proviene de un político que se concibió en su adolescencia como un guerrillero desde la cima de su fortuna, qué admirable y enaltecedor. Con tal que les garantizara su seguridad, ¿por qué reprocharle actuar como los mismos a los que combatía y enviar al caño el estado de derecho por el que claman cada vez que ven afectados sus muy particulares intereses?
Fernández se expresa, además, con la libertad que lo hace un López Obrador o un Gerardo Fernández Noroña; éstos, empero, no son ricos. Vivimos en un país donde son pocos los que se expresan así, y de los pocos que lo hacen la mayoría no tiene el imán que le atribuyen al dinero los que sustituyen la posibilidad de ser más por la de poseer más: los acosados al extremo por la necesidad, los nuevos ricos, los clasemedieros trepadores.
Respecto a la violación de las instituciones, la mayor parte de los funcionarios con autoridad y quienes tienen grandes empresas incurren en la misma conducta que definió al gobierno municipal de Mauricio Fernández. En relación con la seguridad, todos disponen de su grupo de rudos como el del ex alcalde. La diferencia es que los demás no lo dicen.
Otra cosa es que una población decida autodefenderse. Pero esto hace que los hipócritas pongan el grito en el cielo. Si los ricos pueden pagarse su grupo de rudos –sabido era que los de San Pedro financiaban las armas, equipos e inteligencia de que disponía Fernández–, ¿por qué las comunidades pobres no pueden tener su policía propia? Ni unos ni otros debieran, cierto, si hubiese autoridades incorruptibles y eficaces para garantizar la seguridad de todos. No las hay.
En El alcalde, Mauricio Fernández dice que no aspira a la gubernatura. Sólo un pendejo o un corrupto
querría ser gobernador. Él no. ¿Tampoco presidente de la República? Si las elecciones son susceptibles de compra y él pudo comprar el esqueleto de un apatosaurio en 20 millones de dólares, todo es que lo desee.