n 1968 Manuel Márquez y yo nos titulamos en ciencia política con El Partido Comunista Mexicano (1919-1945). Para nuestra sorpresa, tuvo mucha aceptación en ciertos medios, desde la Biblioteca Bodleian de la Universidad de Oxford hasta la prisión conocida como El Palacio Negro de Lecumberri, donde varios presos políticos, entre ellos José Revueltas, la leyeron y discutieron con gran interés. Quizá la ventaja de nuestra tesis fue que no había estudios serios sobre ese partido, pese a que era el más antiguo de los vigentes en el México de esos años.
La tesis incluía varios anexos, uno de ellos sobre las fuentes originales que pudimos conseguir y que otros autores nos criticaron porque no incluían los archivos soviéticos y otros ubicados en el extranjero. Personalmente no aprecié esas críticas por dos razones principales: 1) porque no teníamos dinero ni patrocinadores para viajar a la URSS y otros países, y 2) porque muchos comunistas que entrevistamos nos negaron acceso a sus archivos. Uno de ellos, de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque lo tengo muy presente, tenía El Machete clandestino
en microfilm y se negó a prestármelo, pero sí le regaló una copia a un priísta muy connotado. Siqueiros simplemente nos mandó a volar, y así por el estilo. En una palabra, hicimos nuestra investigación con cientos de documentos, folletos y periódicos tanto de bibliotecas privadas como de la Hemeroteca Nacional y de otras bibliotecas públicas, pero no fue exhaustiva (¿alguna investigación lo es?).
Como quiera que sea, recorrimos varias editoriales que conocíamos por sus libros y que no eran de comunistas (como fue el caso de Ediciones de Cultura Popular), pues nuestro texto era crítico al PCM. Alguna, como Costa Amic, nos pidió que pagáramos la edición y que nos daría la mitad de ésta para que la vendiéramos o la regaláramos por nuestro lado. No aceptamos su oferta, obviamente. Nos llamó la atención, pues don Bartomeu Costa Amic había sido militante del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) y amigo de Andreu Nin y de los trotskistas. Pero bueno, entendimos que éramos autores desconocidos, y ni modo. Otra editorial, de gran prestigio y también de dueños catalanes, no publicó nuestro libro a pesar de haberlo propuesto Gastón García Cantú, porque uno de sus dictaminadores, militante del PCM, se negó argumentando que con los comunistas muertos se podría pavimentar el Paseo de la Reforma desde Chapultepec hasta Bucareli, ¡y nosotros criticándolo! No doy el nombre de esta editorial porque quien me dio copia de los dictámenes lo hizo advirtiéndome que eso no era lo usual y porque son amigos a quienes aprecio. Y así, en este viacrucis editorial, pasaron cuatro años y medio hasta que el dueño de Ediciones El Caballito, a quien no conocíamos personalmente, nos invitó a tomar un café en la librería El Sótano (en avenida Juárez) y nos propuso su edición. Le advertimos que los comunistas no estarían de acuerdo y nos dijo, literalmente, que le valía madres
, para añadir que ya bastantes fregaderas
le habían hecho tanto en la entonces Escuela Nacional de Economía como en la Universidad de Puebla.
El dueño de El Caballito era precisamente Manuel López Gallo. A partir de entonces nos hicimos grandes amigos y nos veíamos con frecuencia durante muchos años. Sólo una vez se molestó conmigo porque le di un libro a una editorial de las grandes
en lugar de publicarlo con él. Le di explicaciones y como era de una gran bonhomía me disculpó y continuamos frecuentándonos. Años después me publicó dos libros más y quizá hubiera continuado con su editorial, pero ésta comenzó a declinar, según me dijeron, porque su salud ya no era tan buena como antes.
López Gallo no sólo fue autor y promotor de la cultura a través de su editorial y sus librerías; también fue un hombre audaz. A un grupo de amigos trotskistas o simpatizantes de esta corriente nos publicó, arriesgando su capital, una revista teórica llamada Críticas de la economía política. Edición latinoamericana (trimestral) que pudimos mantener, con su apoyo, durante 11 años, de 1976 a 1987. También apoyó otra revista, igualmente de izquierda pero más coyuntural, que se llamó Coyoacán. De ambas revistas no creo que haya obtenido ganancias, pese a que el marxismo en aquellos tiempos todavía tenía mercado, nunca muy amplio (aunque pensándolo bien, quizá era superior al existente hoy: editábamos 3 mil ejemplares, que eran del grueso de un libro, y ahora incluso los libros tiran mil ejemplares cuando bien nos va a los autores).
Manuel era, sin duda, un hombre de izquierda, de una izquierda amplia, flexible y nada dogmática. Igual apoyaba a Rafael Galván y el nacionalismo revolucionario que el trotskismo y el anarquismo; veneraba la historia mexicana, sobre todo del siglo XIX y de la Revolución de 1910; publicó libros de su autoría pero también, sólo por su gusto, a autores clásicos mexicanos, sus autores. Aunque leí probablemente todos los libros de su autoría, hubo uno que, como politólogo, me sirvió mucho para reconstruir el proceso electoral (y no electoral) que llevó a Carlos Salinas de Gortari a la Presidencia: El elegido (1989). Una enorme colección de datos e interpretaciones altamente reveladoras de las porquerías y contradicciones políticas de esos meses.
Su fallecimiento, del que me enteré el martes, me hizo recordar muchas historias compartidas con este entrañable amigo, siempre bueno, nunca mezquino, con un gran sentido del humor y malhablado, muy mexicano, culto y memorioso, siempre con una anécdota ad hoc. ¿Cómo no recordar a quien publicó mi primer libro y confió en mí abriéndome los brazos de su amistad? Su dedicatoria en El elegido (fechada el 27 de marzo de 1989) dice: Octavio: ojalá tuviera muchos amigos como tú, preocupados por su país, íntegros y capaces. Con toda mi estimación
.
Aquí estoy todavía, Manuel, echándote de menos.
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