ace unos días estuve en Tijuana en una conferencia, y los colegas de El Colegio de la Frontera Norte nos llevaron a visitar algunos puntos de interés en la ciudad, incluyendo un par de sectores de la famosa barda fronteriza.
Aclaro, antes de comenzar, que sentí cierta atracción por el desparpajo tijuanense. Me sorprendí de sentir un aire de libertad –o al menos de existencialismo– en medio de aquella ciudad-embudo, que se recarga en la barda fronteriza con el desenfado de un truhán, fumándose un cigarrito.
Incluso la famosa barda me trajo imágenes algo inesperadas. El muro fronterizo en este sector es en realidad una doble barda, con una carretera entre las vallas, donde hay unas torres altísimas con sensores para detectar migrantes, y se pasean las camionetas de la Border Patrol. La barda que podríamos llamar interior
(o sea la que está enteramente en el lado estadunidense, que no colinda con México, sino que está diseñada para ser un segundo obstáculo para quien se haya animado a librar la primera barda) es alta, de malla, con alambres de púa arriba, y de plano infranqueable. La barda exterior
, es decir, la que da a México y que puede ser tocada por cualquier peatón, va cambiando de aspecto y de materiales según el tramo.
En el sector de la playa y adentro del mar, esta barda ‘exterior’ está hecha de pilotes de hierro, con espacios entre uno y otro, que permiten que la mirada se pasee sin problema de un lado a otro de la frontera—se trata de una arquitectura un poco menos violenta que la de la barda sólida, que tapa la vista y el paso no sólo a los indocumentados, sino también a ardillas, conejos o lagartijas, y que hay en partes menos turísticas.
La valla de la playa de Tijuana está llena de pintas de todo tipo –cristianas, antimperialistas, filosóficas, amorosas, etcétera–. Muchas de esas pintas están en inglés, y fueron escritas por estadunidenses que viven en México o bien que van a Tijuana de paseo y se indignan por la política de su propio país. Una de esas pintas, que fue la que más me gustó, dice: “Please don’t feed the gringos”. La imagen, buenísima, invierte el sentido de la barda –los animales observados y enjaulados, como de zoológico, serían ahora los estadunidenses, y no los supuestos bárbaros del sur–.
Pero me pareció que la pinta calaba todavía más hondo que el simple señalamiento de la falta de humanidad de la política migratoria estadunidense. Puesta donde estaba, en una barda fronteriza con vista a los campos impecables del lado estadunidense (y el puerto de San Diego a la distancia), la pinta me hizo pensar en los estadunidenses (y en quienes, como yo, vivimos en Estados Unidos) como animales domesticados. Es la propia imagen de Nietzsche del hombre moderno como una mascota, bien alimentada, bien peinada, bien capada, y bien desgarrada. “Don’t feed the gringos”, que ya tienen su alimento en un plato de plástico en la cocina. El orden estadunidense y el desorden tijuanense aparecen, aquí, como una frontera entre el humano domesticado y el humano (un poquitín) más salvaje.
Esta misma imagen me volvió a asaltar unos kilómetros más adelante, en el tramo de barda que colinda con la colonia Libertad. Antes de que se construyeran las bardas fronterizas –en los años ochenta– era ese un punto de cruce por el que pasaban docenas de migrantes cada noche. Resultó que el chofer que nos guiaba había cruzado dos veces por ese punto, hacía como 25 años, y nos contó sus experiencias con el disfrute de quien narra una aventura: lo bailado, ya nadie se lo quita.
En ese tiempo se ponía un tianguis por la tarde a todo lo largo del lado mexicano, para que cada noche los cruzantes se compraran su jugo o unas quesadillas en lo que negociaban con los polleros, que se paseaban por el punto como vendedores ambulantes:
Traigo cincuenta pesos (dólares), ¿me cruzas?
Va.
Entonces los polleros mandaban por delante, como carnada
, un pequeño grupo de muchachos locales –drogadictos o alcohólicos, por ejemplo– para que les cayera la migra. La migra entonces tenía sólo dos o tres patrullas para toda esa gente. Y en cuanto se movilizaba hacia la carnada
, salía un grupo de 10 o 15 migrantes con su pollero, corriendo hacia las barrancas para internarse en los cerros de atrás de San Diego.
Nuestro guía nos contaba todo aquello con visible alegría, y fue entonces que me vino una segunda imagen: la frontera como un episodio de Tom y Jerry. Y me di cuenta de que la imagen se relaciona con la de “don’t feed the gringos”: en este caso el estadunidense queda expuesto como una mascota doméstica (el gato Tom), y el mexicano como un animal más pequeñito, pero todavía en estado libre, que no tiene que responder a su dueño. Se me ocurrió que el origen de la barda está en el orgullo mancillado del gato Tom ante la astucia del ratón Jerry y ante la represión invisible de la ley de su amo. El pobre gatito frustrado se fue a comprar una doble barda marca ACME, con todo y torres con sensores, para que ya no lo burlen los ratones. Una misión imposible.