l nombre de Margaret Thatcher estará para siempre asociado a la revolución conservadora más agresiva que tuvo lugar en Europa en el último tercio del siglo XX. Hubo violencia, como ocurre con todas las revoluciones, y aunque en este caso no fue física, bien puede palparse en la frialdad con que la primera ministra británica tomó decisiones como dejar morir de hambre a Bobby Sands, líder del Ejército Republicano Irlandés; negarse a negociar con el poderoso sindicato minero, que estuvo en huelga más de un año, o desmantelar el Estado benefactor que hasta entonces extendía un manto protector sobre la sociedad, y que era el orgullo de los británicos, el único que les quedaba una vez que el imperio desapareció. La rigidez de Thatcher quebró al ERI y al sindicato minero, pero fracasó estrepitosamente ante el Servicio Nacional de Salud, NHS, la joya del Estado benefactor.
Thatcher fue una revolucionaria que inauguró una fórmula, el thatcherismo, que se refiere más a un estilo –dice Hugo Young en The Guardian– que a una determinada política. Desde luego que era un estilo, con guantes y bolsa de mano de charol que en momentos de rabia blandía como si se tratara de un mazo medieval. Fenomenal era la fuerza con la que asestaba golpes de humillación sobre los miembros de su gabinete que descalificaba por tibios ( wet) cuando no compartían su radicalismo, y los descartaba sin mayores miramientos. Su afirmación de que cuando conocía a una persona, en 10 minutos se hacía de ella un juicio definitivo, la retrata de cuerpo entero. Era una política ruda y dura, que estaba movida por la convicción, y por eso mismo era intransigente y empecinada; así como era por completo indiferente a los costos sociales de sus decisiones, y tampoco le importaban mucho las divisiones que provocaba, las fracturas en la sociedad que inducían sus políticas en un régimen parlamentario cuya lógica es el reconocimiento de la existencia del interlocutor y el diálogo y la negociación.
No obstante, me atrevo a contradecir a Young porque creo que thatcherismo es más que un estilo, es una propuesta de reforma ultraliberal, y así ha sido entendida en muchos países, por ejemplo, en Polonia, donde existe una amplia corriente de opinión cuyas preferencias se orientan hacia el liberalismo individualista que cobró fuerza en el mundo en los años 80 del siglo pasado. Su lema podría ser la brutal sentencia de Thatcher: La sociedad no existe, sólo el individuo
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Para entender el fenómeno histórico llamado Margaret Thatcher hay que recordar que en 1979, el año en que llegó al poder, la red protectora del Estado benefactor que se había tejido desde 1945 con base en el consenso socialdemócrata de las fuerzas políticas, y que era él mismo fuente de consenso, se había desgastado hasta la miseria. Además, la economía británica llevaba varios años, por lo menos desde 1973, sumida en una severa crisis que mantenía a Gran Bretaña en el estancamiento. La comparación con el continente le era muy desfavorable, incluso en las difíciles condiciones en que estaban las economías occidentales después de la crisis de precios del petróleo del Medio Oriente. Peor todavía, los gobiernos laboristas se habían convertido en auténticos rehenes de los grandes sindicatos, que recurrían periódicamente a la huelga para obtener mejores salarios en una economía exhausta. La frecuente interrupción de los servicios públicos fue una de las razones de la caída del laborismo que abrió la puerta a la revolución thatcheriana.
Indiferente a las encuestas de popularidad y convencida de que estaba haciendo lo correcto, Thatcher puso en práctica una política de privatizaciones y liberalización económica cuyo propósito era impulsar la modernización a partir del libre juego de las fuerzas del mercado. Esta política era también una violenta ruptura con el consenso socialdemócrata del pasado, que sustituyó con el individualismo exacerbado de Ronald Reagan, su contemporáneo en el poder y aliado. Además de descartar los presupuestos que gobernaron la política económica del Estado benefactor, Thatcher desechó el principio de que el país se gobernaba con base en acuerdos entre las diferentes fuerzas políticas. Ella, en cambio, no le temía a las tormentas de la confrontación, que consideraba inevitables, y creía en la supremacía de objetivos inconmovibles frente al clima templado de la negociación. Thatcher mostró siempre un infinito desprecio por el consenso, en el que veía una fórmula escapista que desembocaba irremediablemente en el mínimo común denominador, y era, por lo tanto, un obstáculo para llegar a lo que ella consideraba soluciones óptimas.
El legado de Thatcher es fiel reflejo de la política de la ruptura: una sociedad dividida social y políticamente. Su política económica, los recortes al gasto público, la reducción de impuestos a los ricos, generaron condiciones de desigualdad social excepcionales para un país industrial. En 1979, los ingresos del 10 por ciento más rico de la población eran cinco veces mayores a los ingresos del 10 por ciento más pobre. Para 1997 esta diferencia había aumentado a 10 veces. Y, sin embargo, todos los políticos de todos los partidos le rinden hoy homenaje, empezando por Tony Blair. ¿Es la reverencia de la veleidad a la convicción? ¿O es nada más la admiración a una mujer que supo aferrarse al poder 11 años?