nrique Peña Nieto es un priísta bien entrenado en la simbología y los rituales que aceitan el ejercicio público. Durante su estancia en el Edomex asimiló, con prestancia reconocible a simple vista, la barahúnda burocrática ahí formada con los años. El rejuego de actores –algunos de primera línea nacional– y la variedad de posiciones divergentes sin duda le enseñaron a actuar con cautela entre las pasiones, envidias, protagonismos y trifulcas concomitantes al poder. Muchos de los asuntos allá vividos pueden, si pasan por los debidos ajustes de perspectiva y alcance, servirle de apoyo ahora desde la dimensión nacional. Tales tareas las ha ido desempeñando con el esmero suficiente para situarse en la principal oficina del gobierno federal.
De finos y comedidos modales ejecuta, con perfección notable, los acomodos y ajustes de la compleja tramoya pública sin perder de vista detalles, por mínimos que sean. Semejante atención le presta a los decorados y al fluir de los actos a los que concurre. La preparación de los mismos se lleva a cabo, por parte de su ya experimentado equipo logístico, con rigurosa anticipación. La pregunta que surge es: ¿esta táctica escenográfica será suficiente para mover a México como se pregona?
Nada, o muy poco, desde esta perspectiva perfeccionista, pretenden dejar al azar. La forma es, a veces, más importante que el fondo, bien podrían afirmar los conspicuos ejecutores de estos menesteres. Y, por lo que ya se refleja de manera clara y concisa como tendencia, la forma para el equipo gobernante lo será todo. Según esta pequeña historia, el despliegue escénico es parte sustantiva de la eficacia de gobierno. El resto, para completar el tinglado, lo pondrá la propaganda. Será el toque mediático el que dará el acento y pondrá el ungüento del proceso transformador emprendido.
La experiencia pasada de Peña Nieto, tanto en la gubernatura como en las dos campañas electorales llevadas a cabo, le aportan confianza en el éxito de tal aventura. Por lo tanto, la inversión que ahora se viene desplegando, desde la administración federal, no repara en costos ni en la calidad de la producción difusiva. Cualquier resquicio de oportunidad se llena con una, dos, tres o más apariciones ante las cámaras, los micrófonos o en las primeras planas de los diarios. En todo este esfuerzo comunicacional, la figura presidencial es el pivote, eje y foco centralizador.
Pero no todo ha sido miel sobre hojuelas. El discurso, por ejemplo, queda cercado por las generalidades, las repetidas promesas, la cortedad del lenguaje y, no pocas veces, confusión en sus planteamientos. La crítica independiente, aunque sea un tanto incipiente todavía, ha captado ya el grueso del fenómeno y viene incidiendo en su clarificación. Se habla de esa parte de la crítica que no se deja atontar por el enorme aparato de convencimiento que ya se ha conjuntado en el México de estos iniciales tiempos de la llamada segunda alternancia. Y no ceden, en su indispensable empeño, aun cuando las buenas nuevas lluevan desde el exterior. En particular desde esos centros de escala global, los que inducen parte sustantiva de la narrativa dominante para insuflarle consistencia y veracidad al trasteo del priísta. Diarios emblemas del buen decir, de indiscutida influencia, de renombre en sus firmas, de confianza en la visión estratégica que proponen, se han hecho presentes en la cotidianidad mexicana. Tanto desde Washington como desde Nueva York, Madrid o Londres, aportan su granito (más bien granote) de arena para ensanchar dubitativos horizontes locales; para solicitar, como de paso, más enjundia al titular ejecutivo en su intento de profundizar el proceso reformista, en especial esas reformas cercanas a sus masivos intereses
Una versión, que se viene acreditando desde la opinocracia, da cuerpo a un rasgo sustantivo de la política: el diseño y manejo de la agenda pública. Peña Nieto y su entorno decisorio han diseñado, hecho suya y conducen la agenda nacional, afirman con sonora maestría. Aducen que así manejan tiempos y contenidos del quehacer colectivo. Este círculo de opinadores predilectos del sistema establecido inducen, con alegre desparpajo, disonantes apreciaciones del acontecer actual (ver encuesta del diario Reforma, 1/4/13). Confunden ilusiones y promesas con la realidad, un error de dimensiones y consecuencias notables y hasta cruentas. La narrativa de los tiempos recientes está llena de lecciones.
Uno tras otro sexenio, desde los lejanos años 70 del siglo pasado hasta el presente, han martillado sobre horizontes ideales que resultan inmanejables para las capacidades instaladas. El crecimiento económico, la igualdad ante la ley, la reducción de la pobreza, la grandeza que espera en la puerta del destino inmediato, el bienestar generalizado para todos, son retornelos del discurso oficial derrotado por la terca realidad. Ninguno de tales estadios ha sido, ni siquiera, rasguñado. Por el contrario, hay abundante numerología (de fuentes propias o externas) para afirmar los repetidos fracasos y de-silusiones, caras a la ciudadanía y a sus aspiraciones de mejoría y sana vida democrática. Ahí queda, por ejemplo, el constante aumento del desempleo y la desconfianza electoral, la desigualdad, la corrupción impune o el cinismo partidista y de gobierno.
Manejar la agenda no es concertarla en la cúspide e imponerla después mediante el dominio del aparato difusivo. La agenda no se diseña a partir de supuestos de un modelo que sólo mira hacia arriba. Menos aún los que se constriñen y agotan en los intereses de privilegiado grupúsculo. La agenda que da la gobernabilidad es la que se construye a partir de las necesidades y aspiraciones de las mayorías y con ellas se compromete e interacciona. Nunca la que esquiva el debate a fondo, constante, plural y abierto. Tampoco se conforma una agenda en la forzada coincidencia de opuestos aparentes. Menos aún en la formulación, amplia o detallada, de pactos cupulares que, en resumidas cuentas, carecen de las indispensables correas de trasmisión con las mayorías. Esto sería simple demagogia, ya muy sufrida por los mexicanos.