Miércoles 3 de abril de 2013, p. 4
No sabían qué les iría a suceder una vez adentro, y sin embargo habían ido hasta allá, solos y a pie por la Highway 285, cosa absurda ya de por sí, eso de andar a pie a estas alturas de la vida por el sur de Colorado. El mayor de los dos muchachos se llamaba Greg y tenía veintiséis años, y el menor apenas trece, en realidad un niño al que en la escuela le decían Sleepy Joe porque se quedaba dormido en clase.
–No estoy dormido, estoy rezando –se defendía ante la maestra, que lo zarandeaba cada vez que lo pillaba con los ojos cerrados.
Wendy Mellons opina que, más que hermanos, debían de parecer padre e hijo el día en que caminaron juntos por la orilla de esa autopista, tan larga que atraviesa tres estados enteros. La cosa es que nadie invierte casi tres horas, como hicieron ellos, en un trayecto que en la destartalada pickup de su padre hubieran podido hacer en un brinco.
–Cumplían una orden –me aclara Wendy Mellons–. Les habían advertido de que debían llegar solos y a pie.
Andando, andando, se apartaron de la 285 para tomar el viejo camino que va de Purgatorio a New Saddle Rock, cruzaron el lecho seco del Perdidas Creek, atravesaron un rastrojo, subieron por un erial y vieron por fin la casa, pequeña, blanca, de adobe, apartada de cualquier otra construcción y oculta detrás de una valla publicitaria de Coors Golden Beer.
–Tengo sed –dijo el menor ante la valla–. Si hubiéramos traído siquiera un poco de agua...
–Mejor no hubiéramos venido –respondió el mayor.
No dijeron mucho más ninguno de los dos, cada uno encerrado en sus propios pensamientos, preguntándose cómo sería entrar en aquella casa, qué los estaría esperando adentro. A unas cincuenta yardas de la fachada había una cruz de piedra y ellos se arrodillaron al pie, aunque les inquietó ensuciar todavía más sus pantalones, ya de por sí rucios de polvo tras el recorrido, y es que al fin y al cabo llevaban puesta su ropa buena, la de los domingos y ocasiones especiales, traje de paño, camisa con corbatín y zapatos negros de amarrar con todo y calcetines. Nadie abrió la puerta de la casa de adobe, ni siquiera una ventana, tal vez nadie se percató siquiera de que ellos habían llegado, pero les habían dicho que debían esperar al lado de la cruz y así lo hicieron. Pasaron muchos minutos antes de que saliera el viejo. Caminó hacia ellos tan lentamente que el muchacho menor estuvo a punto de perder la paciencia y gritarle que se apurara. Les dijo unas cuantas cosas que ellos no comprendieron, regresó a la casa con la misma parsimonia de antes y entonces sí, empezó para ellos una espera larga de verdad. Cuando sus rodillas ya no aguantaban el suelo pedregoso, se abrió de nuevo la puerta y por ella salieron tres hombres, que se acercaron.
Se envolvían en capotes negros, las caras medio ocultas por las capuchas, y aun así los muchachos reconocieron a dos de ellos, Will, el dependiente de la gasolinera, y Beltrán, el que vendía suvenires en Ufo Gift Shop, vecinos suyos de toda la vida, y al mismo tiempo no, había algo raro, la vestimenta estrafalaria y los modales pomposos conver-tían a esos vecinos en extraños, unos extraños que les anunciaron con voz ajena que serían sus padrinos y que procedieron a vendarles los ojos.
–Me pusiste la venda muy apretada, Will –dijo Greg, el muchacho grande.
–No le digas Will –lo cortó Beltrán–. Si quieres dirigirte a él, o a mí, debes llamarnos Penitente Brothers.
–Entonces aflójame la venda, Penitente Brother.
Los guiaron hacia la puerta de la Morada –los Penitentes, que al parecer a todo le cambiaban el nombre, les advirtieron de que debían llamar Morada a la casa de adobe–. Cegados por las vendas, los dos muchachos avanzaron a los trompicones hasta que les avisaron de que debían golpear para pedir entrada. El santo y seña era una retahíla que ellos traían aprendida; durante días habían estado repitiéndola y tratando de memorizarla con mucha dificultad, según explica Wendy Mellons, porque el español no era su idioma, y casi que ni siquiera el inglés, más bien el eslovaco que hablaban sus padres, venidos de la región de Banská Bystrica, una pareja de inmigrantes que, pese a ser blancos, eran tan pobres y tan católicos como the gente, que es como se llama a sí misma la antigua comunidad de hispanos del San Luis Valley, al sur de Colorado.
–¿Quién golpea a la puerta de esta Morada? –preguntó desde adentro una voz masculina.
–No es puerta de la Morada, es puerta de mi conciencia, y yo muy arrepentido vengo en busca de clemencia –medio dijeron los muchachos entre olvidos y tropiezos, saliendo adelante a duras penas y gracias al apoyo de los padrinos, que les iban soplando al oído aquellas palabras que para ellos no querían decir nada.
–Pide entonces penitencia –les llegó el responso a través de la puerta cerrada.
–¡Penitencia! ¡Penitencia! Vengo a buscar salvación –dijeron ellos.
–¿Quién en mi casa da luz?
–Mi padre Jesús.
–¿Quién la llena de alegría?
–Mi madre María.
–¿Quién la conserva en la fe?
–El carpintero José.
Sus equivocaciones fueron pasadas por alto y el ingreso les fue permitido. Pese a tener los ojos vendados, ellos supieron que habían entrado a un cuarto pequeño por la pesadez del aire y el olor a encierro. Les ordenaron despojarse de la ropa y, como se mostraron reticentes, varias manos procedieron a hacerlo por ellos, y a cambio les entregaron unas mantas amplias, ásperas, con un agujero en medio por el cual sacaron la cabeza, y unos cordones que debieron amarrarse a la cintura. Se sintieron impotentes así, ciegos y desnudos en medio de la gente invisible que los rodeaba, y Sleepy Joe, el más chico, recordó el odio con que hacía poco había mirado a una enfermera del Samaritana Medical Center, que lo había obligado a encuerarse y a ponerse una bata verde para sacarle una radiografía. También ahora se sentía disfrazado y ridículo y quiso reírse por dentro, pero la risa interna se le fue apagando ante el soplo de miedo que empezaba a recorrerlo. Les entregaron sendas velas encendidas y les pidieron que prepararan su alma y su cuerpo porque estaban a punto de pasar al recinto de los Penitente Brothers del Sangre de Cristo. Había llegado el momento.
–Lo que aquí suceda, aquí se queda –les hicieron repetir tres veces, advirtiéndoles de que el secreto no podía ser divulgado so pena de castigo mayor. Y sin embargo a la larga todo eso ha venido a saberse por boca de Wendy Mellons.
–Tal vez deba quedarme callada de aquí en adelante –reconoce ella.
Cuando los dos muchachos traspasaron el umbral, les fue quitada la venda de los ojos y se vieron a sí mismos en un cuarto grande, mal iluminado por cirios y saturado del olor espeso del copal. Adentro se mezclaban hombres de túnica parda –los Iluminados, o Hermanos de Luz, según anunciaron los padrinos– y hombres de capote negro, los Hermanos de Sangre o Pasionarios, también llamados Penitentes. En el centro había una mesa y sobre esa mesa cuatro o cinco bultos, lo que the gente llama bultos
, según explica Wendy Mellons: santos tallados en madera y otras imágenes sacras. Greg, el muchacho grande, lamentó que en la habitación anterior le hubieran quitado su reloj de pulsera: ahora hubiera querido ojearlo, como si eso le ayudara a volver a poner las horas en movimiento o a comprobar que todo esto iba a terminar pronto. El humo del copal se le atoraba en la garganta y la falta de aire empezaba a ahogarlo.
Los colocaron en el centro, a ellos dos, casi los únicos de piel clara en medio de esa congregación apretada de gente mayoritariamente morena. Les ordenaron echar la cabeza hacia atrás y mirar fijamente la cruz que pendía del techo, mientras la concurrencia formaba en torno a ellos dos semicírculos, túnicas pardas a la derecha, capotes negros a la izquierda, entonando entre todos himnos que a ambos les llegaban de lejos, como entre algodones, porque en sus oídos sólo retumbaba el golpeteo de sus propios corazones.
–Repitan conmigo estas palabras para perdonar al Hermano Picador –les dijo un Pasionario.
–Hermano Picador, yo te perdono, te doy gracias y asimismo te suplico que tu mano no se mueva con ánimo vengativo y ni tampoco rencor –trataron de repetir ellos.
Ya para entonces Greg temblaba de tal manera que la cera derretida del cirio que sostenía empezó a caer en goterones sobre sus pies descalzos. En cambio el menor mantenía la compostura. Se les acercó otro Pasionario sosteniendo una caja de latón con la tapa abierta, y ellos pudieron ver que contenía un paño bordado que parecía envolver algún tesoro u objeto de valor. Tal vez sean piedras preciosas
, pensó Sleepy Joe. El Picador, único con el rostro enteramente cubierto, salvo un par de agujeros para los ojos, removió el paño y sacó de la caja una pieza de ámbar oscuro afilada como cuchilla de afeitar. Los desnudaron de la cintura para arriba, de tal manera que las túnicas quedaron colgando del cordón.
–Vamos a romper el Sello –anunció un Iluminado, y les ordenaron inclinarse hacia adelante y contener la respiración.
Greg sintió cómo la cuchilla tajaba la piel de su espalda, tres cortes a cada lado de la columna, a la altura de los omóplatos, y luego volteó la cabeza para ver qué le estaban haciendo a su hermano pequeño. Cuando notó la cantidad de sangre que salía de su espalda e iba empapando la túnica, tuvo el impulso de detener al Picador arrebatándole la cuchilla, pero los tres padrinos lo contuvieron a la fuerza.
–Estoy bien –le dijo Sleepy Joe, apretando los ojos y aguantando el castigo.
Luego les fue entregando a cada uno un látigo empapado en agua para hacerlo más pesado, y les ordenaron azotarse la espalda sobre el área de las incisiones: un lado primero, el otro después. Con una corneta y un tambor, dos Pasionarios tocaban una música fúnebre, muy lenta al principio, cada vez más rápida.
–¡Al compás, al compás! –les ordenaban para que a golpes de látigo fueran acompañando los redobles del tambor. A medida que lo hacían, el flagelo se empapaba en sangre, se hacía todavía más pesado y desgarraba la piel. Hasta que Greg se dejó caer al piso, en señal de que no podía más.
El pequeño Sleepy Joe, en cambio, parecía transportado. A partir de cierto punto se lo vio fuera de sí, entregado a la tarea de reventarse la espalda con un raro vigor, o sería convicción, o tal vez habría que decir saña, y cuando la música fue amainando, indicándole que hiciera otro tanto con el látigo, él pareció no escucharla ya, tan absorto en la ferocidad del autocastigo que desoía al Iluminado que le ordenaba detenerse inmediatamente.
–¡El niño frenético, fustigándose a sí mismo de esa manera! –recuerda Wendy Mellons.
Y mientras tanto los demás ahí, sin saber qué hacer, Iluminados y Penitentes paralizados por igual, viendo cómo el pequeño demonio se adueñaba de la situación, beating the shit out of his back, ganando protagonismo, tan poseso en medio de su arrebato que ni siquiera su propio hermano se atrevía a detenerlo por temor a ganarse un fuetazo si llegaba a traspasar el perímetro de ese látigo, que silbaba y restallaba como una culebra loca.
Una semana después, a cada uno de los muchachos le entregaban una piedra pequeña envuelta en un pañuelo bien amarrado, con indicaciones de desatarlo en soledad. Que la piedra tuviera una cruz blanca pintada en el lomo significaría admisión. Que no la tuviera, negativa rotunda y sin segunda oportunidad. Greg, el mayor, no se sorprendió cuando desató el pañuelo y encontró que su piedra no traía cruz; de alguna manera lo estaba esperando, y cabe figurar que en el fondo su reacción fue de alivio.
Sleepy Joe se había comportado de manera extraña a lo largo de toda esa semana, mostrándose huraño, comiendo poco y no permitiendo que le cambiaran las vendas de la espalda ni le curaran las llagas, ni siquiera el hermano mayor, a quien cortó en seco cuando quiso comentarle lo ocurrido en aquel lugar. De hecho no volvieron a mencionar el episodio ni siquiera entre ellos, como si nunca hubiera sucedido. Con su piedra envuelta y bien apretada en la mano, Sleepy Joe fue subiendo por una loma escarpada hasta un alto llamado Ojito de Caballo. Llevaba el paso resuelto de quien ha comprendido que de ahora en adelante tendrá un compromiso, una razón de ser, una misión por cumplir: sería el más devoto y abnegado de los Penitente Brothers del Sangre de Cristo. No desató el pañuelo hasta llegar al alto, cuando ya empezaba a anochecer. Quedó perplejo al no ver cruz en su piedra, y la examinó ansiosamente por un lado y por otro, seguro de que en alguna parte tenía que estar; tal vez fuera apenas una cruz pequeña que escapaba a su mirada, tal vez la emoción del momento, o la escasa luz crepuscular, le estuvieran impidiendo detectarla. Pero no. Tampoco hubo cruz blanca en la piedra del hermano menor.
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