espués de un tiempo de no recibir La voz brava, por esporádica y turbadora que fuera esta publicación de una sola hoja, me aventuré a ir a la población Brava y directamente al café, con el apremiante propósito de leer al menos la colaboración en el reverso de la página, abajo, la única firmada, por esa autora que al mismo tiempo he anhelado y temido conocer de forma personal y cuyo nombre es Clarisa Landázuri.
Como la mesa del rincón, a la derecha al entrar, con vista al bosque, estaba desocupada, me senté y ahí mismo leí:
“Cerca de la una de la tarde hace un par de meses, me disponía a atravesar la calle principal desde el camellón cuando una señora que también atravesaba pero desde la esquina de la acera de enfrente me extendió los brazos y, al alcanzarme, con voz desfallecida pronunció ‘Me siento mal’. Aunque de inmediato a mi vez le tendí los brazos, su peso o la urgencia y la naturaleza de la situación vencieron mis mejores intenciones y las dos terminamos en el asfalto de la calle, su cabeza sobre mis piernas.
“No he dejado de reflexionar y esbozar conclusiones de lo que sucedió a partir de ese momento y hasta que, con la accidentada en la ambulancia y la familia contactada, pude levantarme y seguir mi camino. Y así como me maravilló y conmovió la manera en que los quehaceres del caso se fueron distribuyendo de forma espontánea entre otros peatones, que se habían ido reuniendo alrededor de nosotras dos, me sigue inquietando tanto la posibilidad de que la mujer que se hubiera desvanecido hubiera sido yo, como, algo peor, la posibilidad de que en mi hipotética indefensión a quien me hubiera visto forzada a recurrir hubiera sido alguien como yo, es decir, una persona capaz de extender los brazos para socorrer a otro, pero no, por ejemplo, de responsabilizarse de la situación hasta sus últimas consecuencias, de no desentenderse de ella una vez que otros se hubieran ofrecido y se encontraran en acción, ayudando. Porque si me aplaudo por haber confiado en los demás, en cada uno de ellos, como el señor que aceptó hacerse cargo de la bolsa de la víctima hasta entregarla a la familia, no me perdono no haber tomado nota del nombre de la caída y por lo tanto no haber podido seguir su desenlace.
“En síntesis, no he cesado de preguntarme si fui una buena o una mala ciudadana, si mi actitud fue apenas humana pero no suficientemente eficaz, si fui sensible y consciente pero no suficientemente civil. Y lo cierto es que no he olvidado a la señora que quizás agonizó en mis brazos.
“La historia de La momia de Lille ha contribuido a renovar mis desasosiegos ciudadanos. A la abogada Elisabeth Chevanne le tomó una década lograr que las autoridades de Lille, ciudad francesa cercana a Bélgica, atendieran sus quejas y finalmente y a fuerza entraran a la casa vecina, de donde se filtraban hedores y por cuyas ventanas rotas circulaban palomas. Encontraron un esqueleto y, tras seguir todas las pistas imaginables, que incluyeron suplir archivos destruidos en un incendio, reconstruyeron su identidad. Se trataba de Alberto Rodríguez Martínez, que había nacido en Santander en 1921 y que había llegado a Francia en 1948, tras la Guerra Civil de España, en calidad de miembro de una vieja familia de ebanistas; se había casado con una viuda francesa millonaria, cuarenta y tantos años mayor que él, quien lo había hecho su heredero universal; y lo último que se había sabido de él era que, ya viudo, en 1991 no llegó a la cita notarial del cierre de la venta de la casa en cuestión, de firma, fechada en 1880, en la cual, más de veinte años después, lo encontrarían muerto, rodeado de incógnitas que incluían la causa de su defunción. Las alertas señalaron, entre otras, que durante años el municipio no investigara sobre pagos del impuesto predial pendientes, pensiones no cobradas, seguro social no actualizado. Los servicios de agua y electricidad habían sido cortados décadas atrás; las cuentas bancarias del propietario habían sido cerradas por falta de movimiento. El sinnúmero de detalles que revelaban el inhumano descuido de la sociedad hacia uno de sus miembros, culminaban con el tormento de la vecina que desencadenó el vergonzoso y escalofriante desenlace, pues se preguntaba si había insistido lo suficiente, si no habría podido hacer algo más para mitigar el horror que fue la muerte de Alberto Rodríguez Martínez.”