e una cosa no cabe duda. El gobierno del Partido Popular, representante indiscutido de la ultraderecha española, presenta serios síntomas de corrupción en un medio en el que la pobreza domina, expresada sobre todo por un desempleo intolerable y múltiples conflictos derivados de los juicios entablados en contra de compradores de inmuebles a los que se aplican desahucios, aparentemente violando reglas elementales en los procesos respectivos.
Hay que reconocer que no es la primera vez que España enfrenta situaciones de ese tipo. Si no recuerdo mal, allá por los años 50 o 60 fue notable la emigración hacia el centro de Europa de trabajadores españoles que no encontraban empleo en su propio país. El problema desapareció cuando España fue descubierta como un lugar preferente para el turismo, lo que provocó, inclusive, el regreso de muchos emigrados que preferían estar en casa, con ocupaciones razonables, que en países ajenos cuyos idiomas difícilmente hablaban. Y es que las condiciones de España para recibir turismo son excepcionales: playas, montañas, museos, castillos y pueblos, que además cuentan con una estructura más que adecuada para ese sector. Ello, independientemente del ambiente que caracteriza a las grandes ciudades españolas.
Escribo pudiendo invocar mis propias experiencias. No me refiero precisamente a los primeros años de la infancia ni a los desgraciados de la Guerra Civil. Cuando en 1939 y 1940, principalmente, se produjo el exilio republicano que tanto le debe a la generosidad del general Lázaro Cárdenas, la ambición de los exiliados era el regreso, lo que fue imposible, y crearon una segunda patria en México, al que sirvieron de la mejor manera. Pero posteriormente, terminada la Guerra Mundial en la que el gobierno franquista se convirtió en aliado de nazis y fascistas, en pago por los servicios que le habían prestado y que decidieron su triunfo gracias al intolerable mito de la no intervención que proclamaron franceses e ingleses, cuando Franco fue reconocido por los países capitalistas, las posibilidades de ir a España, sin riesgos políticos, se hicieron notables.
Mi primer viaje a España, si no recuerdo mal, fue con motivo de un problema profesional que me llevó al norte del país y a Madrid. Después intervine en la formación del convenio taurino que permitió reanudar el intercambio, lo que me puso en contacto con algunas autoridades que aceptaron sin reservas que un abogado, entonces aún español, refugiado, con antecedentes políticos de izquierda, pudiera participar en esa tarea. Después he ido a España muchas veces y reconozco que siempre regreso orgulloso de haber nacido allí, de las maravillosas obras de arte que pude ver, de los muchos amigos y amigas que tengo, entre otras cosas, como resultado de las reuniones internacionales de especialistas laborales a las que he asistido y con un orgullo familiar que no puedo disimular. Mis ascendientes no pueden haber sido más ilustres y no es mérito mío.
Reconozco que tengo ganas de volver. Un poco para vivir los problemas que España padece y que se parecen mucho a los que nosotros tenemos por los mismos motivos: pobreza, desempleo, autoritarismo estatal. Un mucho para volver, por lo menos, al Museo del Prado, dar una vuelta a Santiago de Compostela y, por supuesto que a Sevilla, la ciudad más bonita del mundo en la que, además, nací. Y, tal vez, para ver a México desde lejos y poder apreciar que por encima de sus múltiples problemas, sigue siendo una fortaleza en la que da orgullo vivir.