a prolongada transición a la democracia en México cuenta entre sus obstáculos el ser muy dispareja. Puede ser que en el orden federal los avances sean muy significativos en algunos aspectos y en unos pocos estados de la República, pero en otros estados y en muchísimos municipios las cosas se siguen manejando como en los mejores –o los peores– tiempos del partido hegemónico.
Formalmente todo pareciera indicar que en muchos estados se dan todas las instituciones que exige una democracia moderna: división de poderes; organismos autónomos como los institutos electorales, los institutos de transparencia, las comisiones estatales de derechos humanos, las contralorías o auditorías superiores de cada entidad federativa.
Sin embargo, todo este conjunto, que debería funcionar como una razonable mecánica de pesos y contrapesos, de cargas y contracargas, funciona como una pirámide suspendida por la punta, de la que se van colgando todas las instituciones antes enumeradas. El vértice del que se cuelgan es el gobernador del estado. Todo pende, de-pende, de él.
Ni los congresos ni los supremos tribunales de muchos estados de la República funcionan como el gobierno dividido que señalan los politólogos como indicador de la democracia. El partido del gobernador ejerce la mayoría en el Congreso, sometido entonces al jefe del Ejecutivo. Y de ahí se desprende todo lo demás: como en los congresos se nombran –también por mayoría– los titulares de los tribunales, los consejeros de las instituciones electorales y de los institutos de transparencia, así como a los auditores o contralores, se da una imposición en cadena de funcionarios, de consejeros, que lejos de ser autónomos, dependen de la mayoría congresional que los eligió y de quien le dio línea a esa mayoría, es decir, del gobernador. Esto es lo que ha permitido, entre otras marrullerías, el desproporcionado endeudamiento de las entidades federativas o el uso electoral de los recursos públicos.
Se podría pensar que sólo los partidos políticos de verdadera
oposición al del gobernador pueden constituir entonces los contrapesos políticos. Pero no es el caso en todas las ocasiones. Porque la capacidad que tienen los gobernadores de maicear a la oposición es muy grande. Pueden ir desde la burda compra por medio de privilegios, puestos o favores económicos hasta la intervención de los mandatarios en las elecciones internas de partidos de oposición para favorecer a los candidatos menos incómodos o francamente más cómodos para ellos.
Así, aunque se ha ido debilitando el tan perverso presidencialismo, en muchos estados se ha fortalecido el poder sin contrapesos del gobernador, se ha convertido en un verdadero gobernadorismo
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Es el caso de Chihuahua. La subordinación del Congreso, del Supremo –ya no tan supremo– Tribunal de Justicia, de la Auditoría Superior, del Instituto Electoral y del Instituto de Transparencia ha hecho que si en algo había avanzado la transición en el estado, ahora se revierta. Y en la coyuntura de las elecciones intermedias, la situación está pintando para que las posibilidades de que por el lado de los partidos haya contrapesos, se reduzcan al mínimo. Tanto el PT como el PVEM y el Movimiento Ciudadano han anunciado alianzas o candidaturas comunes con el partido del gobernador. Hasta un antiguo y renombrado panista tuvo que renunciar a su partido cuando, tras una entrevista con el gobernador, propuso una alianza PRI-PAN.
En el PRD hay conflicto. Con el pretexto de que en 2004 ese partido se alió con el PAN –que no tenía la gubernatura– el consejo estatal anunció como premiere nacional su alianza con el PRI en algunos municipios, distritos y sindicaturas. Pronto intervino el Comité Político Nacional del sol azteca para decir que el consejo estatal no tiene facultades para eso. De no mantenerse la dirección nacional en esta postura, sería cómplice en la regresión de la democracia en Chihuahua.
Porque no se trata de llegar a acuerdos entre los partidos por el bien de Chihuahua
–como señaló el propio César Duarte–, cuando los acuerdos se hacen en torno a un poder cada vez más centralizado y autocrático y antes de cualquier competencia electoral. La política es, sí, el arte de hacer acuerdos entre iguales, no el de someterse a poderes cada vez más asimétricos. Menos cuando no se ve por ningún lado el contenido, la trascendencia para las ciudadanas y los ciudadanos de dichos acuerdos, y se perciben sólo como pactos para conservar el macropoder de uno y el micropoder de otros.
En todo caso, queda muy claro que, como todos estos años, los verdaderos contrapesos en Chihuahua no han estado en el ámbito político institucional ni partidario –salvo contadas excepciones– sino en las múltiples voces, iniciativas y acciones que ciudadanas y ciudadanos de muy diversos grupos y organizaciones han estado llevando a cabo. Asociaciones de mujeres, de derechohumanistas, comunidades indígenas, grupos de trabajadores, observatorios ciudadanos, periodistas y medios independientes han constituido el único contrapeso real y significativo al gobernadorismo en boga.