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Estado de excepción
E

n estos días mucho se ha escrito sobre el retiro de Benedicto XVI y el cónclave para elegir al nuevo papa. Se detallaron las diferencias entre los cardenales más conservadores y los que podrían calificarse de reformistas moderados o, mejor dicho, menos conservadores. Al parecer, con la elección del cardenal Jorge Mario Bergoglio ganaron los primeros.

El telón de fondo del cónclave ha sido la crisis dentro de la Iglesia católica. Esa crisis tiene varias vertientes, incluyendo: las intrigas y mal manejo dentro del gobierno del Vaticano, la curia romana; las actividades ilícitas de los administradores del banco del Vaticano; y los múltiples casos de encubrimiento de pederastas dentro del clero.

Implícito en los comentarios sobre la crisis del Vaticano está un hecho que quizás no haya recibido la atención que merece. No hay que olvidar que la Iglesia católica es única entre las instituciones religiosas del mundo. Hay países que se confunden con una u otra religión (estados confesionales). Hay varias repúblicas islámicas, Inglaterra tiene su propia Iglesia cristiana, los israelíes no suelen distinguir entre nacionalidad y religión, y no pocas naciones que se ostentan como laicas se identifican con una determinada religión.

Pero la Iglesia católica es la única que está reconocida como un Estado, a la par con cualquier otro miembro de la comunidad internacional. Tiene relaciones diplomáticas con otros estados, participa en conferencias internacionales y goza de los privilegios y derechos inherentes a un Estado-nación. Y ese es precisamente el aspecto que debería ocupar y preocupar más a los observadores y comentaristas de las relaciones internacionales.

La Santa Sede fue reconocida como un Estado en los Pactos de Letrán suscritos con el gobierno italiano en 1929. Desafortunadamente el Vaticano y la curia romana no han sabido (o querido) adaptarse a los cambios políticos y sociales que se registraron en el siglo XX.

Es cierto que el siglo XX fue el más turbulento y violento de la historia. Las muertes causadas por las guerras se cuentan en centenares de millones. Los regímenes totalitarios eliminaron a millones de sus habitantes. Empero, paradójicamente, el siglo XX también fue testigo de avances significativos en materia de la convivencia pacífica de las naciones.

Se desmoronaron los imperios coloniales y se establecieron organizaciones internacionales y regionales. Se instauraron mecanismos para supervisar la manera en que los estados se comportan en sus relaciones exteriores y en su trato a sus propios ciudadanos. Se robusteció el papel de las organizaciones no gubernamentales y de la prensa. Se aumentó la transparencia en el quehacer público y se incrementó la rendición de cuentas de los gobernantes a los gobernados.

Hoy resulta muy difícil que un gobierno actúe al margen de los códigos de conducta que la comunidad internacional ha acordado en una variada gama de ámbitos. Por ejemplo, la semana pasada en Londres los 54 miembros de la mancomunidad de naciones suscribieron la carta del Commonwealth.

Dicho documento recoge los valores y compromisos de sus miembros en materia de paz y seguridad internacional, democracia y derechos humanos. Incluye, entre otras afirmaciones, la siguiente: Estamos implacablemente en contra de cualquier forma de discriminación, sea por razones de género, raza, color, creencia, opinión política u otras razones. La frase u otras razones es importante porque abarca cuestiones sobre las que no existe acuerdo entre los integrantes del Commonwealth, incluyendo la orientación sexual de las personas. Hay miembros del Commonwealth que aún no han descriminalizado la homosexualidad pero han suscrito el documento.

Como nación soberana, la Santa Sede determina la forma en que elige a su jefe de Estado por arcaica que nos parezca. En la época de Internet no deja de sorprender las multitudes que aguardan impacientes el humo de una chimenea para saber que se ha concluido una elección.

Sin embargo, como miembro de la comunidad internacional no puede mantenerse al margen ni hacer caso omiso de los códigos de conducta que han sido acordados multilateralmente. Piensen en los temas de gobernanza o gobernabilidad, la administración de su banco o la conducta individual del clero. En estos casos debe ajustarse a las normas aceptadas por todos.

Si un gobierno cualquiera actuara como la curia romana sería objeto de serias críticas. Si los funcionarios de un banco privado se comportaran como los administradores del banco del Vaticano serían perseguidos por las autoridades del gobierno del país sede. Y si los empleados de una empresa (ya no se diga de un gobierno) abusaran de menores de edad, serían entregados a la policía.

Mucho antes de convertirse en Benedicto XVI, Joseph Ratzinger conocía quizás mejor que nadie los problemas que aquejan al Vaticano. Distinguido filósofo y reconocido teólogo, era cardenal desde 1977 y en 1981 fue nombrado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Por su escritorio pasaron innumerables casos que sin duda lo conmovieron.

Las filtraciones de las intrigas dentro de la curia romana ( Vatileaks) y las revelaciones del mal manejo del banco del Vaticano, aunadas a los innumerables casos de encubrimiento de clérigos pederastas, seguramente influyeron en la decisión de abdicar de Benedicto XVI. Y quizás su renuncia haya sido el acto más significativo de su pontificado.

Conforme al derecho internacional, el Vaticano o Santa Sede es un Estado. Es un sujeto del derecho internacional y como tal tiene privilegios y responsabilidades. Pero también está obligado a rendir cuentas. Al no hacerlo de motu proprio se ha visto involucrado en juicios procesados en cortes civiles de muchos países.

El cónclave del Vaticano ha sido insólito por muchas razones: primero, se convocó por la renuncia y no la muerte de un papa; segundo, hubo una actividad sin precedente de la sociedad civil a favor y en contra de ciertos cardenales papables; tercero, se puso en evidencia la profunda crisis de la Iglesia católica; y, por último, demostró que el Vaticano como Estado sigue ajeno a los cambios que se han producido a lo largo del último siglo en cómo debe actuar un gobierno.