Opinión
Ver día anteriorLunes 4 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La variable contrainsurgente
C

on gran profusión mediática, incluido el abordaje crítico de comunicólogos estrellas de las radios y las televisoras privadas –en­cargados de reproducir la ideología dominante con fines de adoctrinamiento y control social−, desde enero pasado han venido proliferando en varias partes del país grupos de autodefensa civil.

En la coyuntura, el hecho coincidió con el despegue del régimen priísta, que se ha venido posicionando a golpes de autoridad: las contrarreformas laboral y educativa; el ajuste de cuentas a la maestra Gordillo por el nuevo jefe máximo; la solución expedita y vía el silenciamiento difuso de la explosión en la torre de Pemex, etcétera. De allí que llame la atención la aparente complacencia de los responsables de la política interior ante el fenómeno de las autodefensas, en vísperas del lanzamiento en cascada de una política de seguridad de Estado, del mando único policial y de la gendarmería nacional como nuevo órgano represivo militarizado.

En estas páginas, Magda Gómez, Francisco López Bárcenas, Enrique Dussel, Octavio Rodríguez Araujo y otros han venido desenredando la confusión sembrada en torno al tema con evidentes fines diversionistas. En particular, la mezcolanza para nada inocente de los expertos en torno a las policías comunitarias indígenas, los grupos de autodefensa civil y los paramilitares. Al respecto, una variable no muy explorada es la línea tenue que históricamente vincula al paramilitarismo con la contrainsurgencia estatal en clave de guerra sucia. La Colombia de Álvaro Uribe, modelo de Enrique Peña, es un caso paradigmático, pero no el único.

Etimológicamente, paramilitarismo denota actividades cercanas a lo militar, pero que al mismo tiempo desvían, deforman o vuelven irregular el accionar de la milicia. En México, la desnaturalización de la institución militar atravesó en el último medio siglo por diversas fases donde la difuminación de las fronteras entre lo civil y lo castrense −o la articulación entre la fuerza pública y grupos paramilitares− cobró visibilidad, pese a su carácter clandestino. El asunto remite, en general, a operaciones encubiertas de agentes de seguridad (del Ejército, la Marina o las distintas policías), que necesitan camuflar su identidad como civiles para no comprometer el accionar clandestino del Estado, o acciones militares de civiles protegidos de manera invisible por agentes y/o instituciones del Estado. Ambos procedimientos tienden al mismo objetivo: el encubrimiento que salvaguarde la impunidad de actos criminales.

Antecedentes sobran. En los años 80, Puerto Boyacá se convirtió en el Vaticano del paramilitarismo colombiano. En el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional del Pentágono, la alianza entre el Ejército y grupos paramilitares en la lucha contra el enemigo interno derivó en el terrorismo de Estado. La Triple A (Acción Anticomunista Americana), formada por militares adscritos al Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Charry Solana (BINCI) y el MAS (Muerte a Secuestradores), fueron los primeros eslabones de una práctica paramilitar que derivó en las autodefensas campesinas, red de grupos civiles armados, coordinados y entrenados por militares de la 14 brigada y el batallón Bártula, en Boyacá.

Esa política de Estado para la lucha antisubversiva y el exterminio de comunistas se extendería después a toda Colombia, buscando el involucramiento compulsivo de la población en el conflicto armado contra las guerrillas, de modo que fuera imposible una posición neutral dentro del territorio controlado. En 2002, la alianza del Ejército con los barones de la droga y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) consolidó la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, producto paramilitar de exportación estadunidense. (Alfil de Washington, el anterior jefe de la Policía Nacional, Óscar Naranjo, es hoy asesor de seguridad de Enrique Peña, bajo cobertura del Instituto Latinoamericano de Ciudadanía, creado ad hoc por el Tecnológico de Monterrey.)

A su vez, en la lucha contra Sendero Luminoso, las fuerzas armadas peruanas crearon los Comités de Autodefensa (CAD) o rondas campesinas antisubversivas. El modelo incluyó la articulación forzosa de pueblos vecinos a través de Comités de Defensa Civil (CDC), al estilo de las aldeas estratégicas de Estados Unidos en Vietnam. En Guatemala, también de manera coercitiva, los generales Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt utilizaron las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) como estructura paramilitar subordinada en la genocida política de tierra arrasada que destruyó la base social de la insurgencia en las comunidades mayas del Petén.

La táctica no le es ajena al Ejército Mexicano. En su manual de guerra irregular, la Sedena recuerda con Mao que el pueblo es a la guerrilla lo que el agua al pez, pero agrega que al pez se le puede hacer imposible la vida en el agua, agitándola, introduciendo peces más bravos que lo ataquen, lo persigan y lo obliguen a desaparecer o a correr el riesgo de ser comido por esos peces agresivos que son la contraguerrilla. En su Plan de Campaña Chiapas 94, el Ejército concibió la creación de fuerzas de autodefensa u otras organizaciones paramilitares para desplazar población y destruir las bases de apoyo del EZLN, en el marco de una guerra irregular o de baja intensidad que tuvo en la matanza de Acteal (1997) su máximo punto de inflexión.

Como en Colombia, la criminalidad es hoy funcional a la guerra de clase encubierta. A río revuelto ganancia de pescador. En Chiapas, tierra de autonomías, la Sedena capacitó y armó en febrero un Pelotón de Fuerzas Rurales, compuesto por ejidatarios y ganaderos del municipio de Mapastepec. A lo que se suma el proyecto estatal por reglamentar y subordinar a la policía comunitaria en Guerrero. El duro de Mondragón y Kalb habló de intereses oscuros; igual el general Lozano de la novena Región Militar. Ambos podrían estar fintando con la intención de refuncionalizar las autodefensas para un nuevo modelo autoritario.