e la mano del embajador estadunidense Anthony Wayne y a la sombra del Comando Norte del Pentágono se siguen ajustando la estrategia y los tiempos de la guerra
de Enrique Peña. La idea es cambiar algunas cosas para que todo siga como está, profundizando la estrategia belicista de la administración anterior bajo nuevas coartadas propagandísticas.
Hasta ahora los cambios han sido cosméticos; pura palabrería demagógica. Envuelta con el celofán de los derechos humanos y la defensa de la soberanía nacional, la nueva política de Estado
en seguridad de Peña está atada y bien atada a las directrices de Washington, resultado ineludible de una antigua relación bilateral dependiente y asimétrica que cristalizó en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, 1994) y se profundizó con la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN, 2005). Con docilidad supina, en la última fase de la relación −la de la Iniciativa Mérida, 2007−, Felipe Calderón se dejó atrapar por la lógica mercenaria-gansteril-imperial del dúo Bush Jr./Obama desde la Casa Blanca, que sumió al país en una violencia salvaje y derivó en la catástrofe humanitaria actual.
Con base en la estrategia del caos periférico, la guerra de cuarta generación que ha venido impulsando Estados Unidos en México combina acciones de agentes encubiertos expertos en desestabilización y guerra sicológica, con el uso de drones y aviones de reconocimiento, y la intervención de fuerzas de seguridad locales (Ejército, Marina, las distintas policías), mercenarios, redes delincuenciales mafiosas, paramilitares y escuadrones de la muerte para la eliminación física de enemigos
, en el marco de campañas de saturación mediática bajo la pantalla manipuladora de la guerra a las drogas
.
Con una dinámica abiertamente criminal, la guerra antiterrorista
de Bush −aplicada en Colombia, Afganistán, Irak y Pakistán y luego por Obama en Egipto, Libia y Siria bajo la modalidad de operaciones de contingencia en el extranjero
− borra las fronteras entre las áreas militar y civil, y busca balcanizar naciones y desestructurar sociedades y organizaciones consideradas hostiles, con la ilusión de retener el control estratégico de grandes territorios poseedores de recursos naturales (petróleo, gas, agua, oro, litio, biodiversidad) a ser depredados por corporaciones trasnacionales privadas.
No sin presiones, rispideces y desgastantes contradicciones aceitadas por filtraciones mediáticas (incluidos el desmentido veto al general Moisés García Ochoa, el asesinato del general retirado Mario Arturo Acosta Chaparro y el encarcelamiento de varios altos mandos del Ejército acusados de brindar protección a traficantes de drogas), la continuidad del modelo intervencionista estadunidense en México quedó garantizada con la designación de los nuevos secretarios de la Defensa y la Marina de Guerra, el general de división Salvador Cienfuegos y el almirante Vidal Francisco Soberón, quienes por trayectoria y las funciones específicas que desarrollaron arrastran vínculos orgánicos con el Comando Norte del Pentágono y están bien compenetrados con los candados y compromisos de la Iniciativa Mérida, que a corto o mediano plazo podrá cambiar de nombre pero no su esencia.
Según documentos del Pentágono no desmentidos en Estados Unidos ni en México, desde 2010 el Comando Norte ha venido entrenando a soldados, marinos y policías de élite mexicanos en las modalidades propias de las operaciones especiales, que incluyen acciones clandestinas, sabotajes, métodos de espionaje y ataque sorpresa, así como la ubicación, detención-secuestro, tortura y aniquilamiento de enemigos, que, en el caso de la guerra
a la delincuencia de Calderón, fueron asimilados a potenciales terroristas.
El 31 de diciembre pasado, el secretario de Defensa estadunidense, Leon Panetta, firmó un memorando autorizando el fortalecimiento del Comando Norte de Operaciones Especiales, para mejorar el adiestramiento de fuerzas de seguridad de México en tácticas antiterroristas que contemplan el asesinato de traficantes como Joaquín El Chapo Guzmán, siguiendo el modelo de Pablo Escobar en Colombia y Osama Bin Laden, en Abbottabad, Pakistán, cuyos antecedentes cercanos en México son el abatimiento de Arturo Beltrán Leyva e Ignacio Coronel Villarreal, por la Marina y el Ejército, respectivamente.
En el país sudamericano, la estrategia militar de matar a los barones de la cocaína de Medellín y Cali, elaborada, vigilada y apoyada in situ por tropas especiales del Pentágono y agentes de la CIA, la DEA y la FBI, y desplegada por el llamado Bloque de Búsqueda
del Ejército y la Policía Nacional colombiana, que integraba el ahora general retirado Óscar Naranjo (asesor de Enrique Peña), involucró a los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en una guerra sucia propia del terrorismo de Estado.
Según revelaciones periodísticas, personal del Pentágono llevó a Afganistán, Irak, Kuwait, Pakistán y a la base de Guantánamo en Cuba, a por lo menos tres grupos de oficiales mexicanos, para que observaran
y aprendieran
tácticas de fuerzas especiales, operaciones de decapitación de mando y estructuras de redes terroristas, técnicas de tortura, asaltos y ataques sorpresa, inteligencia militar y diseminación de inteligencia, y análisis de protocolos de espionaje tecnológico y personal a objetivos específicos.
La pinza del Pentágono en México se cerrará pronto con la creación del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y la Gendarmería Nacional, ambos bajo control de la supersecretaría de Gobernación de Miguel Ángel Osorio Chong. En la coyuntura, la elevación del Chapo Guzmán a la categoría de enemigo público número uno de Chicago, con la consiguiente visibilización mediática, parece ser otra maniobra propagandística dirigida a preparar con anticipación los futuros éxitos de la nueva política de Estado
de Enrique Peña en materia de seguridad.