ste febrero se cumple medio siglo de la aparición de Rayuela, publicada en Buenos Aires por la Editorial Sudamericana. Julio Cortázar, que ya en 2014 alcanzará el siglo, tenía entonces 50 años de edad, con lo que podemos decir que la novela más experimental, novedosa y provocadora que se escribió en los tiempos del boom, fue la obra de un viejo que nunca dejó de crecer, siempre de atrás hacia delante, botando años por el camino, hasta quedarse en una figura de adolescente que se va haciendo niño, como aquel personaje de William Faulkner en Desciende, Moisés.
Para los nostálgicos del Club de la Serpiente, que aprendimos en las páginas de Rayuela a despreciar el orden establecido y a ver el mal gusto delictivo que había en apretar el tubo de pasta dentífrica desde abajo, no deja de ser una ofensa el silencio casi completo que se cierne sobre este aniversario. He contado en Internet las referencias que hay sobre artículos de prensa para recordar el fasto, y no pasan de cinco o seis. ¿Será que envejeció Rayuela junto con todos nosotros? Supongo que no, y me consuelo diciendo que a lo mejor se trata más bien de otro clásico olvidado.
Extraño los congresos de escritores y especialistas para celebrar el cumpleaños; las ediciones críticas especiales; los suplementos literarios dedicados a examinar la obra, a medir su vigencia, a explorar sus consecuencias en la literatura contemporánea, a indagar entre los escritores jóvenes qué piensan de su atrevido sentido de ruptura; la escritura como una aventura siempre al borde del abismo que es alternancia perturbadora entre lo cómico, la inefable Berthe Trépat, y lo trágico, la muerte del niño Rocamadour en el sórdido amanecer de París, mientras sesiona el Club de la Serpiente, que es una de las escenas sentimentales mejor escritas de nuestra literatura.
Lo experimental, lo que parece desmedido porque rompe las reglas o se burla de ellas, se vuelve corriente un día porque ya es clásico y viene a convertirse en un modelo que se cuela de manera imperceptible en la escritura del futuro. Y entonces, apagado el ruido de la novedad de los capítulos intercambiables o suprimibles, el léala como quiera y pueda, lo que queda es la majestad de la prosa, la belleza, en fin, que es la que de verdad hace sobrevivir un libro a través de las edades.
“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua….” De los libros inolvidables uno aprende de memoria el primer párrafo, o esa lectura nunca existió, se la llevó el agua del tiempo en su fluir incesante donde tantos libros van a parar a la mar, que es el morir. ¿Encontraría a la Maga? Ese párrafo puede leerse ya, pasado medio siglo, créanme, como el de cualquier otro de los grandes libros que vuelven siempre a la memoria envueltos en su propio resplandor, esas epifanías de la lectura que nos rencuentran con el milagro.
He discutido el tema Cortázar con escritores muy jóvenes que se abren camino en este siglo XXI de tan pocas certezas y demasiadas incertidumbres, y alguno me ha dicho que lo que pasa es que Rayuela fue a mi generación lo que Los detectives salvajes es a las nuevas, una biblia laica de enseñanzas acerca de cómo romper todos los platos de la alacena con el mayor escándalo posible. Puede ser que también sea eso. Pero en la literatura que no perece hay necesariamente bastante más.
Rayuela, nuestra biblia de tapas negras, que yo recuerde, no contenía propuestas políticas en aquellos años 60, cuando lo que había era precisamente propuestas políticas, los movimientos de liberación, el fin de los régimenes coloniales, la primavera del 68 en Francia y la masacre de Tlatelolco en México y la lucha por la igualdad racial en Estados Unidos. Pero contenía una propuesta ética, una propuesta para vivir.
Enseñaba formas de inconformidad y rebeldía en contra del statu quo. Aquellos despreocupados ácratas, Oliveira a la cabeza, que hablaban de todo y venían de todas partes, entraban por su cuenta en el paisaje de inconformidad general donde Rayuela cabía junto a los ruidos que aún no se apagaban del concierto de Woodstock, los gritos de histeria que recibían a los Beatles en los escenarios, las protestas por la guerra de Vietnam, las marchas encabezadas por Martin Luther King. No eran tiempos de sosiego y Rayuela tampoco era una novela tranquila que se pudiera leer en un par de días y luego meter en un estante y olvidarla.
Y entre dictaduras militares y mediocridad cultural, gobiernos corruptos y malos escritores, opresión económica y opresión cultural, no había diferencias perceptibles para quienes velábamos nuestras armas entonces. Y Rayuela ofrecía reglas útiles para quienes en aquellos años fervorosos empezábamos a la vez el camino de la acción política y el de la acción literaria. Entre ambos, no podíamos percibir muchas diferencias; desde luego que la palabra compromiso y la palabras causa hacían de la acción política y de la acción literaria una sola acción.
Cortázar colocó cargas de dinamita en toda aquella armazón fosilizada. Y no era solamente un asunto de melenas largas, alpargatas, y boinas de fieltro con una estrella solitaria. Todos queríamos ser cronopios, nos burlábamos de los esperanzas y repudiábamos a los famas. Y a los cronopios tocaba intentar las revoluciones, en nuestras propias vidas y en la vida de todo lo que nos rodeaba.
Un libro de iniciación que igual que su autor seguirá botando años por el camino. Sólo hay que leerlo, o volver a leerlo empezando, eso sí, por el primer capítulo. Allí comienza su eternidad.
Masatepe, enero 2013.
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