emex está en el centro de la vida nacional. No sólo por la trágica explosión reciente, sino por la insistencia del gobierno federal en abrir a la inversión privada espacios del negocio petrolero hasta ahora reservados constitucionalmente al Estado. Para justificarlo se argumenta la mala situación financiera de la empresa. Se ha documentado repetidamente que esto se explica por la existencia de un régimen fiscal confiscatorio que, en 2011, obligó a la paraestatal a pagar el 113 por ciento de sus utilidades, generando pérdidas que se financian con deuda.
El gobierno federal aplica este régimen confiscatorio por la debilidad de la captación tributaria que se aplica al resto de los contribuyentes. El conjunto de esta captación entre 2006 y 2011 sumó 9.6 puntos del PIB, lo que es extremadamente reducido. En los países miembros de la OCDE esta proporción es superior a 35 puntos porcentuales. Por ello los responsables de la hacienda federal requieren extraerle a Pemex todos los recursos de los que dispone: en los años mencionados nuestra empresa petrolera aportó al fisco en promedio anual casi ocho puntos del PIB.
Esta exacción a Pemex no la implantaron los gobiernos panistas. Existe desde hace más de 30 años, aunque se agudizó hace 20. Las administraciones de De la Madrid, Salinas y más agudamente las de Zedillo, Fox y Calderón sometieron a Pemex a un oneroso e inflexible sistema de control financiero y presupuestal definido a partir de las necesidades de unas finanzas públicas federales débiles, sin considerar los requerimientos de la propia empresa paraestatal.
Carstens, en su comparecencia en el foro organizado por el Senado en julio de 2008 cuando era secretario de Hacienda, reconoció que los ordenamientos y regulaciones que se aplican a Pemex, pese a tener razón desde el punto de vista de las finanzas públicas son excesivas para normar el desempeño de una empresa de su envergadura. Es obvio que, en consecuencia, la mala situación financiera de la paraestatal es responsabilidad de quienes han manejado la hacienda pública los últimos cinco sexenios.
Por ello, el planteo de Videgaray de que en 2013 habrá dos grandes reformas, la energética y la fiscal, pero que la primera será la energética, es inadecuada. Antes de plantearse la supuesta modernización de Pemex a través de la apertura de actividades petroleras a la inversión privada, es necesario resolver la petrolización de las finanzas públicas. Se requiere incrementar sustancialmente la captación tributaria no petrolera, llevándola de sus niveles actuales cercanos a 10 puntos del PIB a una proporción cercana a los 15 puntos.
Se trata de un aumento de la captación tributaria fuerte, que sólo será posible lograr si se eleva la progresividad de los impuestos. Se requeriría, además, como está ocurriendo en algunos países desarrollados, aplicar a los grandes ricos un gravamen excepcional que les obligue a corresponsabilizarse de la construcción de una hacienda pública fortalecida.
En la actual situación fiscal los abrumadores impuestos pagados por Pemex permiten que las empresas paguen una masa de impuestos ridícula. Esto constituye un subsidio de Pemex en beneficio de quienes han tributado menos de lo que les correspondería. Se trataría de invertir esta situación para pasar a que el incremento de la carga tributaria a grandes empresas y grandes ricos mexicanos permita que la petrolera pueda recapitalizarse, para estar en condiciones de modernizarse sin necesidad de abrirse a la inversión privada y responder cabalmente a los requerimientos que le plantea la situación nacional.
Es claro que en materia de reformas el orden de los factores altera el resultado. No puede aceptarse que primero va la reforma energética y luego la fiscal. El orden es precisamente el inverso: resolver la debilidad fiscal del gobierno permitirá enfrentar la discusión sobre Pemex en mejores condiciones. De otra manera se forzará una solución que no fortalecerá a la nación, sino a los grandes intereses económicos.