icen los que saben de estas cosas que el papa Benedicto XVI decidió renunciar en algún momento de su apoteósico viaje a México y Cuba. Puede ser. Ya entonces parecía cansado, sin fuerzas, incapaz de competir en el escenario con la leyenda de su antecesor, un rock star vaticano, el mismo que había conquistado con su carisma mediático a la grey mexicana, que de inmediato le concedió un nicho en el chauvismo nacional. Juan Pablo, hermano, ya eres mexicano
, coreaba la multitud en encuentros catárticos, mientras la jerarquía y la derecha mexicana ganaban espacios al viejo pero imprescindible laicismo del Estado. La iglesia del silencio
, evocada en el primer viaje papal, se evaporó gracias a las reformas modernizadoras
de Salinas de Gortari y a la restauración emprendida por dos presidentes católicos dispuestos a rescribir desde el gobierno la historia. Ante la devoción a Juan Pablo II, Joseph Ratzinger, un teólogo, un pensador religioso, un ser conceptual carente de vivacidad emotiva
–escribí entonces–, el viaje era, pues, una aventura de la cual no podía salir bien librado. De hecho no tenía forma de ganar en la comparación, aunque es justo decir que los organizadores de la visita le sacaron todo el jugo posible al espectáculo, al grado de coronarlo con un sombrero de charro como despedida triunfal. Era el anti Ratzinger. Los periodistas romanos que lo acompañaban no podían creer lo que sus ojos veían: el Papa tímido puesto en la picota del ridículo por los lobos que siempre lo rodearon (pienso, especulo, que tal fue en uno de esos instantes de sacrificio al rating cuando en la mente de don Joseph se cruzó la estrella de la renuncia; no lo sé).
Pero, al final de cuentas, no era el contraste con el estilo de Woytila su problema, sino la herencia dejada por el ahora canonizable pontífice, contra la cual no había remedio indoloro. Pronto se puso de manifiesto la fragilidad de la institución, apenas encubierta por la potente actuación de su antecesor. Rota por los escándalos de pederastia, Ratzinger se vio atrapado en una dinámica que, en definitiva, interpretaba las causas de la decadencia de la fe a partir de la visión más conservadora. Como muy bien lo ha dicho en estas páginas Bernardo Barranco hace unos días “(la Iglesia) no ha querido otorgar ninguna apertura ante la sensibilidad de la cultura moderna (…) Sobre todo las mujeres sienten en el catolicismo una amenaza para su cuerpo y su libertad. Predominan el reproche, la culpabilización y el chantaje hacia nuevas prácticas de la sociedad, y eso explica el éxodo de fieles hacia otras ofertas religiosas que aportan una flexibilidad mayor a su sensibilidad y reconocimiento”.
Durante su visita a México, propios y extraños se sorprendieron por el silencio en torno a ciertos temas y la facilidad con que se prestó a la escenificación de un acto político al reunir en una misa a los entonces tres candidatos a la Presidencia, más el Presidente de la República. A pesar de las multitudes y la obsecuencia de los del Yunque, el Papa no podía abstraerse de la presencia azufrosa del padre Maciel
, cuya cercanía histórica con Juan Pablo II, el propio Ratzinger había padecido desde la Congregación para la Doctrina de la Fe, y al que luego, ya cuando el mal era irreparable, Benedicto persiguió hasta los infiernos. Y, sin embargo, estando en México, la tierra del fundador de los Legionarios de Cristo no se refirió a sus graves delitos, a pesar de que los sobrevivientes abusados hicieron en esos días una valerosa denuncia pública. La memoria vaticana, tan sensible para canonizar a los cristeros, les cerró las puertas. Tampoco abrió los brazos para recibir a numerosos familiares de las víctimas de la guerra contra el crimen organizado que así lo esperaban.
Ahora, el papa Benedicto XVI, visiblemente cansado, ha puesto día y hora para volver a ser Joseph Ratzinger. La renuncia humaniza al Papa, restaura la terrenalidad de su existencia, relativiza la eternidad de su obra, pero también magnifica el fracaso de su paso a través del laberinto de intereses que agobia a la Santa Sede. No seré yo quien critique un gesto como la renuncia, pero en cuanto a nosotros sería pertinente volver a no calibrar el significado de la relación con el Vaticano, ahora que muchos de sus súbditos prefieren olvidar las lecciones del laicismo y apelan al poder de hecho de la jerarquía católica para dirimir disputas de orden cívico y moral. Es debido recordar que no todo tiene en Roma olor a santidad.
PD. La Crac, las policías comunitarias y la UPOEG no son una y la misma cosa, aunque todas se pronuncien por la autodefensa y tengan muchas cosas en común. Las primeras hacen de la autonomía la pieza clave de su desempeño; la otra acepta negociar su estatus con el gobierno, admitiendo fórmulas de acción (por ejemplo, encapuchados) que la CRAC rechaza. Esto debería saberlo el gobernador. Urge que los congresos estatales y el federal acepten revisar la cuestión, asuman las experiencias positivas (que hay muchas) y cesen las provocaciones que llevan, esas sí, al paramilitarismo. La polícia comunitaria surge justamente ante el abandono por parte de Estado de sus funciones más elementales. Ese es el tema.