yer, por segundo día consecutivo, miles de manifestantes se movilizaron en diversas ciudades de Túnez, incluida la capital, en protesta por el asesinato del político opositor Chokri Belaid, ultimado el pasado miércoles a las afueras de su casa. Las movilizaciones, en las que se han registrado choques con integrantes de la policía y varios muertos, constituyen el punto más intenso de la confrontación entre los sectores laicos y progresistas y el gobernante partido islamita Ennahda, que hace dos años confluyeron en una revuelta popular que derivó en el derrocamiento de Zine Abdine Ben Ali. Los primeros responsabilizan a Ennahda de tolerar e incluso alentar la oleada de violencia y represión puesta en práctica por sus simpatizantes integristas desde enero de 2011, los cuales se han encarnizado contra sindicalistas, artistas, periodistas independientes y políticos opositores como el propio Belaid.
Así pues, en la nación magrebí –la primera en ser sacudida a principios de 2011 por reclamos sociales de libertad, modernización y democracia que dieron origen a la llamada primavera árabe– puede observarse hoy algo parecido a lo que ocurre en Egipto, donde los sectores participantes en la rebelión popular que derrocó a Hosni Mubarak han vuelto a protestar en la emblemática Plaza Tahrir contra las directrices regresivas y autoritarias impuestas por el gobierno de Mohamed Morsi y por la integrista Hermandad Musulmana, señalados como agentes de la restauración del viejo autoritarismo despótico.
Uno y otro casos son ilustrativos, en suma, de las dificultades que han tenido los movimientos sociales que sacudieron al Magreb y el norte de África a comienzos del año antepasado: si bien éstos despertaron simpatías y admiración en todo el mundo y fueron expresión de frescura y modernidad en sociedades dominadas por estructuras políticas inmovilistas, autoritarias y caducas, a la postre resultaron incapaces de generar una propuesta programática y organizativa que les permitiera superar la simple defenestración de gobernantes autocráticos e impopulares. En tal circunstancia, las oportunidades de acceso al poder, una vez que éste estuvo en disputa por medios democráticos, terminó siendo capitalizada por los sectores más retardatarios de esas sociedades, particularmente por los fundamentalismos islámicos, los cuales se presentaron como las únicas alternativas orgánicas y coherentes a los regímenes derrocados.
El que los dos casos más emblemáticos de la primavera árabe hayan derivado en meros recambios en las cúpulas de un poder autoritario –si no es que en procesos de regresión política y social– deja en claro que el proceso de transformación y modernización institucional de las naciones árabes, que se creía culminado con la caída de las viejas dictaduras poscoloniales, tomará mucho más tiempo de lo que pudo pensarse en un inicio. Cabe esperar que esa situación se traduzca en un aprendizaje para los participantes en las expresiones de resistencia cívica de los pasados dos años y que derive en un desarrollo de su capacidad organizativa y en la superación de las orfandades programáticas respectivas, a fin de que logren constituirse en una alternativa real de poder y que puedan inducir en forma determinante en dicha transformación.