os sismos de 1985 revelaron una terrible realidad: México no contaba con un sistema de protección civil que le garantizara la prevención, adecuada gestión y reparación de daños de manera integral en casos de desastres.
El día de la explosión en la torre B2 del centro administrativo de Pemex era coordinador nacional del Programa Nacional de Protección Civil, el señor Luis Felipe Puente Espinosa, nacido en Atizapán de Zaragoza, estado de México. Cursó la licenciatura en turismo en la Escuela Mexicana de Turismo. Durante la gubernatura de Alfredo del Mazo fue director de Turismo y después fue secretario de Transporte con Peña Nieto. Ha trabajado en el sector hotelero y de 1994 a 1996 fue presidente municipal de Atizapán de Zaragoza.
No es ingeniero civil o mecánico electricista. No. Ni geólogo ni hidráulico. No es un militar ilustrado en la asignatura; nada más cuate. Hasta el día que se hizo cargo de ello en la transición presidencial, no sabía qué era el Centro de Prevención de Desastres. No le será imputable ninguna responsabilidad en el caso Pemex, ya que existe una gerencia de seguridad industrial y una gerencia de servicios de seguridad física a cargo de militares, que son invariablemente impuestos por el secretario de la Defensa. Nadie se ha explicado cuál es su aportación a la seguridad del centro administrativo. Sólo han creado una fuerza aérea
, negocios y conflictos, pero han sido intocables. Es de los privilegios que lastiman al Ejército.
Pero todo eso es historia. Es lo que habría que haber corregido después de los sismos del 1985. La capitalización de aquella experiencia fue la conceptualización de lo que debe ser protección civil como responsabilidad compartida de gobiernos y sociedad. Si fuera excluido alguno de los términos, el binomio sería absolutamente fallido. Ésta es la esencia misma de la protección civil: una integración de recursos de todo orden entre gobiernos y pueblo.
La Comisión Nacional de Reconstrucción fue puesta a andar la noche misma del primer sismo. Uno de sus mandatos fue sistematizar toda la teoría necesaria para desde ella desarrollar el Sistema Nacional de Protección Civil y a partir de él desprender toda una nueva cultura de protección humana, de infraestructuras naturales y producto de la mano del hombre, así como de bienes producidos por y para éste.
El trabajo culminó en un vasto documento llamado: Bases para el desarrollo de un sistema nacional de protección civil, protocolo que tuvo sólo una corta edición y no se conoció ninguna reimpresión. A pesar de las limitaciones propias de ser sólo unas bases, su divulgación sería o hubiera sido un gran auxiliar. No: con esa edición terminó todo como función de gobierno federal.
Se dio un magnífico ejemplo de cómo la sociedad y aun los gobiernos secundarios, puestos a andar, toman a su cargo tareas y las culminan. Hoy en México se habla y actúa bajo la salvaguarda de protección civil cuando hay que preservar activos. Las necesidades han triunfado sobre la burocracia. Existe el sistema de manera defectuosa y muy frecuentemente simulada. Se llega al caso de pequeñas industrias, ciertos comercios y construcciones, que a invocación de la protección civil, sufren constantes extorsiones de autoridades locales.
Pero, ¿qué es lo que pasó?, ¿qué fue de toda aquella riqueza conceptual que incorporaba universos tan atractivos como la cooperación internacional, asistencia técnica, becas; leyes federales, estatales y ordenamientos y protocolos municipales; análisis de riesgos; escuelas especializadas y la lógica literatura de soporte; promoción a organizaciones civiles, financiamiento a investigaciones y más?
Simplemente, cuando empezó a aflorar la manifestación de participación y responsabilidad ciudadanas, así como financiamientos y, naturalmente, la solicitud de ciertas contraprestaciones, todo se detuvo. Fue el caso del gobierno japonés, que sufragó con 9 millones de dólares gran parte de la construcción, equipamiento y arranque del Centro Nacional de Prevención de Desastres y que sólo deseaba compartir la información sismológica producida, la que al principio se le escatimó.
Pues esa pluralidad y apertura ya no fueron del agrado del secretario de Gobernación, quien en su momento preguntó azorado: ¿Qué todas esas funciones pasarán a cargo de la sociedad civil?
La respuesta fue contundente e incisiva: Sí, esas y más
. Ahí se hubiera detenido todo, pero el empuje mismo de la noble e indispensable función ya había vencido a la inercia de reposo y a las intolerancias políticas.
Esto es lo que el gobierno de Enrique Peña debe retomar, actualizar, perfeccionar y sembrar en cada espacio de la cultura social. Hoy nuestra protección civil ha calado en la sociedad, pero es imperfecta, deficiente. También es rica, es promisoria. ¿Qué dirá Enrique Peña?