ace 85 años y seis días nació Jorge Ibargüengoitia en Guanajuato. Su obra es capital para la historia del arte y la cultura del siglo XX mexicano. Para nosotros, en casa, es un personaje legendario que atraviesa muchas historias familiares. Las risas las iluminan todas.
Lo conozco desde que era un niño pues, en mi pueblo, al ser el mayor de mis hermanos, mi padre me encargó la honrosísima tarea de ir cada tarde a recoger a Casa Azcuaga el diario ejemplar de Excélsior, a cuya suscripción le había dedicado parte del presupuesto familiar. Todavía no alcanzo a explicar la razón, pero para mí, llegar a esa llamada librería –que no era otra cosa que un puesto grande de periódicos y revistas– y que me entregaran nuestro ejemplar señalado con lápiz graso rojo o azul, es uno de los más grandes orgullos que he sentido jamás. Es claro, aquí el diccionario acierta totalmente: lo que sentía era exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas.
En el trayecto de regreso, el encargo diario me permitía enterarme de los victorias y derrotas de los equipos de las Grandes Ligas y, los miércoles, leer antes que nadie, el artículo de Jorge Ibargüengoitia. Deslumbrado me quedaba y releía y volvía a leer cada frase. Me parecía completamente inusitado que alguien se atreviera a contar tantas historias de su vida cotidiana en un periódico tan serio. En el mismo espacio en el que Daniel Cosío Villegas, Vicente Leñero, Heberto Castillo, Gastón García Cantú, Abel Quezada y muchos otros grandes del pensamiento político de México expresaban sus opiniones sobre crisis económicas, formas de acabar de una vez por todas con la corrupción y sobre la búsqueda de cauces democráticos a la vida nacional, Ibargüengotia nos contaba sus aventuras en taxis y camiones, sus pleitos con vecinas persignadas, sus discusiones con vendedores de gas, sus elucubraciones para convencernos de la locura antinatural que era levantarse temprano para hacer ejercicio. Su prosa era tan clara, tan aparentemente sencilla, que desde esos días me pareció uno de los hombres más adorables del mundo. Lo quise desde esos años y hasta el sol de hoy.
Por esa causa, la tarde fría del 28 de noviembre de 1983, impactado, lloré en una mesa de un café del centro del barrio árabe de una ciudad del sur de Francia. En esa mesa del Café de la Bourse, de Perpignan, supe que el vuelo 11 de Avianca se había estrellado el día anterior en las afueras de Madrid y que allí había muerto Jorge Ibargüengoitia.
Ya para entonces había leído Los relámpagos de agosto, La ley de Herodes, Maten al león, Estas ruinas que ves, Las muertas, Dos crímenes, novelas y cuentos que eran resultado de una ácida observación de las convenciones más tradicionales de nuestros pueblos y ciudades. Su autor nos hacía conocer, sin solemnidad alguna, capas y capas de la vida social visitando la expresión de las miserias y los deseos más personales hasta llegar al núcleo de los sentimientos más íntimos. Todo, con un tono de humor de aparente ligereza. También me había deslumbrado por el carácter, el color y los matices de Los pasos de López, obra sin parangón para la historiografía y la narrativa de Hispanoamérica en la que visitaba la historia sagrada de nuestra independencia diciendo con vigor y sutileza lo que ningún historiador se había atrevido a expresar hasta entonces. La vida de nuestros héroes modulada en entonaciones cotidianas. Lo más cercano a esta proeza narrativa lo encontré sólo en El valle del Issa, de Czeslaw Milosz, sobre la historia de Lituania en el parteaguas de los siglos XIX y XX.
En la primera persona que pensé aquella negra tarde del otoño de 1983 fue en Joy Laville, quien se había convertido, desde mi niñez, en el modelo de mujer idealizada para amar. Inglesa, hermosa, pintora, que hablaba nuestro idioma con acento, esposa de un escritor al que había seguido a un país, por lo menos, exótico y lleno de caos y estupores diarios. Ese es el retrato que de ella hacía Jorge. Desde aquellos textos de Excélsior en los que la conocí, Joy se había convertido en el summum de la imagen femenina cosmopolita a la que, por decir lo menos, adoré.
Una vez que el ya famoso, por infausto, golpe a Excélsior dispersó a aquel grupo de hombres de pensamiento, Jorge Ibargüengoitia recaló en Vuelta, creada y dirigida por Octavio Paz. Allí siguió regalándonos crónicas de lo que vivía y veía. Años después, Guillermo Sheridan agavilló estos textos en Autopsias rápidas, La casa de usted y otros viajes y la obra maestra que es Instrucciones para vivir en México, libro con el que recibí a mi hijo cuando decidió regresar definitivamente (al menos hasta hoy) a formarse y vivir en nuestro país común. Él, sin embargo, prefirió después Viajes en la América ignota, de donde tomó un texto sobre la vida en Washington para adaptarlo como obra de teatro que montó en tono de cómic.
Si hoy hemos de pensar en un clásico de las letras mexicanas, tenemos que pensar en Jorge Ibargüengoitia. Si en casa queremos compartir con toda seriedad risas y sonrisas, nos leemos a Jorge Ibargüengoitia. Y sí, si deseo recordar a dos amores de mi infancia, pienso en Joy Laville y, claro, en Jorge Ibargüengoitia.
Twitter: @cesar_moheno