n diversos medios de la prensa extranjera (particularmente en la revista británica The Economist) se insiste repetidamente en que México está por entrar en un periodo de prosperidad importante. Lo mismo sostienen inversionistas que parece que, ¡ahora sí!, ven a México como una tierra de oportunidades abiertas. ¿A qué se debe que digamos esta novedad, que lo es sin duda para los mexicanos, desde luego para la gran mayoría de nuestra población, que no ha pensado probablemente en décadas que pudiera presentarse en el país un vuelco de esa naturaleza, hacia la prosperidad?
Examinando con detenimiento los argumentos de uno y otro lado podemos decir que el pronóstico se funda en dos razones principales: primero, en que el costo de la mano de obra en México es hoy tan reducido o más que en la República Popular China. A este argumento decisivo para muchos habría que añadir el de nuestra vecindad con Estados Unidos, que para los inversionistas resulta una circunstancia muy favorable; en definitiva, no podrían ser mejores los auspicios de que se multipliquen y precipiten los capitales de inversión a México. A lo anterior habría que añadir que todo indica que México mantendrá la estabilidad macroeconómica de los últimos años.
El propio Joseph Stiglitz, famoso y reconocido economista estadunidense, profesor de la Universidad Columbia, declaró hace unos días en Davos que México ha superado ya a China en competitividad
, lo cual es plenamente coincidente con lo anterior y significa en efecto que México podría encontrarse ya en una situación que anunciaría prosperidad sin precedentes. La afirmación de Stiglitz, hombre que se distingue más bien por una inteligencia exigente y crítica, parece coincidir entonces en que a la nación mexicana le espera un futuro nuevo y mejor.
Para la gente de dinero la suma de estas nuevas resulta un atractivo mayor y casi irresistible para invertir en México. Pero aun suponiendo la plena consistencia de los anteriores argumentos, habría que decir que en el mejor de los casos estamos en el inicio de una atractiva posibilidad, en buena medida inédita para el país. (Salvo la grotesca pifia de López Portillo afirmando que debíamos aprender a administrar la riqueza.) Pero aun admitiendo la posibilidad de su realización, vale la pena discutir algunos aspectos de sus eventuales consecuencias y de sus efectos sobre la política y la sociedad mexicana.
Todo indicaría, en mi opinión, que es en tal frecuencia optimista en que arranca el gobierno de Enrique Peña Nieto; debo imaginar, sin embargo, que los principales colaboradores de Peña han considerado por adelantado los problemas que inevitablemente se presentarán y agudizarán en el tiempo.
El primero es el del carácter extraordinariamente reducido de los salarios, que equivale a un incremento creciente de la tasa de explotación que, en la misma China, llegó a ser insostenible, y que no demasiados años después de sus espectaculares tasas de crecimiento se vio obligada a reducirla para corregir las condiciones inhumanas a que estaba condenada su clase trabajadora, por los pagos inhumanos a que realmente estaba sometida. El primer ejemplo de las dificultades inmensas de prolongar pagos inhumanos nos lo proporciona la misma China, que no demasiados años después de sus espectaculares tasas de crecimiento se ha visto obligada a reducirlas, entre otras razones por las exigencias y movilizaciones, muchas veces amenazantes, de la clase obrera y campesina, que obligaron tanto a sus autoridades como a las empresas, sobre todo extranjeras, a aumentar considerablemente los salarios generales, hasta el punto de que todo indica que ese país ha dejado de ser el paraíso fácil de los inversionistas, y que hoy sus costos han aumentado de manera importante.
En otras palabras: el ahorro en los costos de la mano de obra, que tanto aprecian los inversionistas, los potenciales en México como los que han estado durante ya buen tiempo en la República Popular, implica por necesidad un férreo control de los sindicatos, y el hecho de que en este terreno no haya la más mínima debilidad, porque entonces el juego entero se derrumba. Desde sus inicios el gobierno de Peña ha dado muestras de ser muy consciente de esta situación, dando también muestras de que en este campo sería inflexible. En el fondo de la cuestión, las reformas a la ley del trabajo, apenas contestadas u objetadas por pequeños círculos de trabajadores, encajarían perfectamente en estas consideraciones.
Sí, actualmente en México hay desempleo, y no hay duda de que, con el aluvión de inversiones que se esperaría, se compensaría en gran trecho tal carencia, pero sin duda a costa de una disminución neta de la vigencia de los derechos laborales fundamentales, con el agravamiento de las tensiones sociales y hasta de la lucha de clases. ¿Hasta dónde lo soportaríamos en México sociedad y gobierno?
Sin excluir tampoco que no sería remoto que se incrementara al mismo tiempo la delincuencia, con una sociedad más dispuesta al gasto, incluso en ciertos casos, al derroche.
Por supuesto que desearíamos un país más próspero, pero no a cualquier precio. La brillante
posibilidad futura que se anuncia presenta al menos dos obstáculos inaceptables: primero, la destrucción de un conjunto de derechos que se han conquistado difícilmente en la historia del país; segundo, la casi certeza de que serían segmentos empresariales, y no precisamente nacionales sino dominantemente extranjeros, los que obtendrían la tajada del león de una prosperidad sobre bases como las descritas. Como ocurrió con el TLCAN, y más aún en este caso, el proceso sería el de una creciente concentración de capitales sin posibilidades de su distribución justa. Otra vez, pero redobladamente, los desequilibrios y la injusticia representarían el rostro del país. Sería el México de los inversionistas con la exclusión de los mexicanos modestos. Tenemos ya muchas repeticiones históricas en esa dirección para ver con optimismo una nueva oportunidad
que probablemente iría en esa misma dirección.