n una ceremonia privada y anacrónica el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, asumió el segundo mandato que ganó en las elecciones de noviembre del año pasado para continuar al mando de ese país por cuatro años más. En esta ocasión, a diferencia de lo ocurrido el 20 de enero de 2009, cuando el primer afroestadunidense se instaló en la Casa Blanca, no hay en la sociedad de la nación vecina un optimismo desbordado, y la sensación de momento histórico ha quedado atrás.
El triunfo electoral del ex senador por Illinois sobre su rival republicano, Mitt Romney, no es producto de una apuesta social por el futuro, como ocurrió en 2008, sino una victoria del sentido común: mientras el aspirante presidencial derrotado fue incapaz de expresar propuestas sensatas y viables de cara a los problemas más acuciantes que enfrenta el país más poderoso del mundo, su adversario demócrata se había revelado, en su primer periodo, como gestor eficaz, así su gestión arrojara mejores resultados para los intereses empresariales y geopolíticos de la superpotencia que para las necesidades irresueltas de la población estadunidense.
Hoy está clara la disposición de Obama de ajustar sus propósitos de transformación social a los estrechos márgenes de poder de que dispone para ello, y es razonable suponer que en el cuatrienio próximo Washington seguirá operando hacia el exterior como potencia violenta y depredadora. En lo interno parece por demás probable que el presidente demócrata siga permitiendo el predominio de los intereses corporativos y financieros por encima de los sociales y que se limite a satisfacer a los segundos sólo para impedir que lleguen al límite del estallido, prefigurado ya por las muestras de descontento del movimiento Ocupa Wall Street. Un ejemplo claro de la vocación social meramente cosmética de la administración Obama es su manera de hacer frente al problema del armamentismo ciudadano que fue puesto trágicamente en el debate público por la reciente masacre en una escuela de Connecticut: en vez de señalar la raíz principal del problema, que es el enorme peso de la industria de armas en la economía, Obama se ha limitado a proponer parches legales para frenar la adquisición y posesión de armas de asalto por particulares.
Uno de los pocos ámbitos en que la administración que empieza hoy deberá exhibir propósitos reformistas reales es el de la política migratoria. Ello no obedece a convicciones o propuestas de Obama, sino a la abultada factura política que representa la población de origen latinoamericano, la cual constituye ya una sexta parte de la población, y a la cual debe, en buena medida, su relección, si se considera que las tres cuartas partes de ese sector del electorado votaron por él en noviembre pasado.
Para México el segundo periodo de Obama representa una oportunidad de restituir la necesidad de una reforma migratoria en el país vecino al sitio que nunca debió perder como punto principal de la agenda bilateral, por encima de la seguridad y de las negociaciones comerciales. Ciertamente, ello depende no sólo de la correlación de fuerzas políticas al norte del río Bravo, sino también de la capacidad de las autoridades nacionales de encarar el vínculo binacional desde una actitud de respeto, pero también de firmeza soberana y de dejar atrás la vergonzosa sumisión hacia Washington que caracterizó a la administración pasada.