casi dos meses de iniciado, el nuevo gobierno sorprendió a escépticos y entusiastas. Más que buscar una mayoría al gusto, como lo recomendaban exegetas y estrategas de la derecha, pareció optar por una ruta difícil de creación de acuerdos, que bien podría llevarlo a descubrir lo fundamental, que tiene que ver no sólo con la conformación del poder, sino con su ejercicio. Es decir, con el régimen político, cuyo cambio debería estar en el primer renglón de la agenda nacional y del gobierno. Lo que todavía no ocurre.
Lo que reclama acción de fondo y pronta, es el cuadro de desintegración que amenaza la cohesión social y nacional. Con la desigualdad como matriz inmutable, no hay en el país jerarquías ni división del trabajo, ni asignación y uso de los recursos públicos que se respeten. Lo que ha reinado hasta ahora es un todos contra todos, un sálvese quien pueda, en medio de una debilidad republicana que asusta al más pintado.
Recuperar la rectoría del Estado para hacer, en verdad, pública la educación; darle al país certeza sobre la seguridad y la administración de la justicia; reinventar un sector público destartalado por lustros de abuso, disfrazados de libertad económica y falsa modernización: estas son algunas de las asignaturas pendientes que deben afrontarse desde y por el poder, para reclamar una hegemonía que antes tiene que pasar por la gran prueba de ácido del diálogo abierto a todos.
Este diálogo fundacional, que no puede reducirse al pacto entre cúpulas partidistas, debe ser un fruto genuino de la deliberación plural y la pedagogía democrática. Al final de cuentas, son estos quehaceres los que hay que esperar y exigir de los partidos, entidades de interés público, pero hoy acosadas por el desinterés ciudadano y la andanada mediática que no da pausa ni tregua.
En medio del crecimiento económico lento, una crisis fiscal larvada; el mal empleo y el empobrecimiento masivo, nuestra deliberación pública no puede caer en el formalismo; tiene que volverse una conversación descarnada sobre nuestra herida histórica.
Es y será en la desigualdad económica y social, donde los propósitos de acuerdo nacional y consenso político para la eficacia encararán su mayor prueba a título de suficiencia. Y su aprobación no es por decreto.