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Volver del fin del mundo Viaje a la Reserva de la Biosfera El Triunfo
Lorena Paz Paredes Con motivo de un foro sobre café y cambio climático en Jaltenango, Chiapas, convocado por la organización Triunfo Verde, visitantes fuereños y foristas locales emprendimos un “viaje mágico y misterioso” a la Reserva de la Biosfera El Triunfo. A la travesía nos apuntamos 12 campesinos de La Frailesca; tres chilangos; una chilanga –yo–, y un japonés, el Señor-Ito, que ha vivido más años en México que en su país natal. De los foráneos, íbamos un par de oenegeneros, un fotógrafo con arnés capaz de trepar árboles, un posible comprador de café y un barista de Coyoacán; de la docena de caficultores locales, unos son de la asociación Triunfo Verde, otros de Cesmach y otros más de La Comon, entre ellos un trío de jovencísimos tzeltales observadores de aves. Vaya que era un grupo disparejo: una sola mujer y hartos varones; un adulto más que mayor y varios jóvenes muy jóvenes; bastantes chiapanecos, unos cuantos defeños y un oriental; además de la diversidad de idiomas maternos, edades, complexiones, pesos, estaturas, expectativas... Cuando salimos, sólo las ganas de ir a la Reserva nos unificaban. Pero la inmersión en la montaña nos movió el piso, nos abismó cada quien en lo suyo. Luego compartir el asombro acabó por hermanarnos. Así los diferentes nos hicimos uno: la güera y el tzeltal, los jóvenes y el abuelo, los del campo y los de la ciudad, traspasados todos por un mismo vértigo. Juan José Vázquez, de la Comisión Nacional de Áreas Protegidas, fue nuestro guía, maestro y chofer. En una destartalada camioneta nos llevó desde Jaltenango hasta la comunidad de Santa Rita, en la zona de amortiguamiento de la Reserva. Y de ahí, seguidos por una recua de tres mulas que llevaban el agua, los víveres y las mochilas, caminamos en fila india por estrechos y empinados senderos que nos iban familiarizando con paisajes, sonidos, olores, texturas... Cuando preguntábamos por el tiempo que iba a tomar el ascenso, Juan José contestaba con evasivas, pero la subida a la sierra duró cinco horas. Cinco horas trepando por una vereda que serpenteaba ladera arriba, cada vez más arriba, hasta llegar sudando y sin resuello al pequeño y mágico llano que se ubica en la llamada zona núcleo, en el mero corazón de El Triunfo, que junto con El Ovando, El Quetzal, El Venado y La Angostura conforma esta Reserva; una de las pocas regiones donde se conserva, intacto, el alucinante bosque de niebla y el último reducto de selvas perennifolias de México.
Primero subimos entre pinos, encinos y liquidámabar, una espesa vegetación de ramas entrelazadas que atrapan y filtran la luz del sol. Pasamos también bajo árboles poderosos como el llamado Mano de Danta, y siempre rodeados de bromelias,que no sólo recubren ramas y troncos caídos sino que tapizan el camino mezclándose con las bellotas y los aguacatillos. En el último tramo flotamos en el bosque de niebla pisando musgos y flores blancas, arropados por el frescor de los prehistóricos helechos arborescentes y de árboles como el Montón, y el Mezcal también conocido como Rompehacha o Corazón de fierro, un gigante que puede alcanzar más de 70 metros. El campamento, al que llegamos en el ocaso, está ubicado en un vallecito cruzado por un río, planicie que hace muchos años fue desmontada para sembrar, y al que hoy está regresando la vegetación del acahual. Un cartel con la imagen del quetzal nos da la bienvenida, y minutos después una cena con tortillas recién hechas, la calidez de la plática y las camas de un dormitorio colectivo donde caemos rendidos. El Triunfo abarca 119 mil 117 hectáreas de la Sierra Madre y toca varios municipios: Ángel Albino Corzo, Montecristo de Guerrero, Siltepec, La Concordia y Villa Corzo en la vertiente frailesca; Pijijiapan, Mapastepec y Acacoyagua en la vertiente Costa. “Así se llama la Reserva –cuenta Juan José– porque cuando no había caminos de la costa al interior, la gente tenía que arriar sus mulas desde Mapastepec, o Tapachula o Arriaga, y cruzar el cerro para salir al otro lado... Era un triunfo llegar. Y se le quedó el nombre: El Triunfo”. En 1972 la zona se decretó área natural y típica del estado de Chiapas para la preservación del quetzal y del rarísimo pavón cornudo, que deveras tiene un cuerno. Luego, en 1990, pasó a ser área natural protegida federal por iniciativa de don Miguel Álvarez del Toro. La Reserva alberga 11 de los 18 tipos de vegetación que existen en Chiapas, con una flora de tres mil especies, y cobija el 22 por ciento de la fauna del país. Pero la tala y las quemas siguen amenazando. “La culpa no es sólo de los talamontes –insiste nuestro guía–, sino también de gente sin conciencia, sin aprecio por la naturaleza y por lo que les da... Por eso es bueno estar aquí, para ver, para sentir, para aprender”. No le falta razón a Juan José, en unos pocos días los visitantes aprendimos a mirar, a oler, a tocar con ojos, oídos y manos diferentes. El silencio atronador del bosque y la inmensa soledad de la selva nos enfrenaron a nuestras pequeñas, minúsculas vidas. Y no era un sentir citadino, una vivencia exclusiva de quienes caminamos sobre banquetas. A los cafetaleros de la frailesca, impuestos al campo pero que nunca habían estado en la Reserva, esa vastedad los traspasó tanto como a los chilangos. Y alguno, como Marino, un caficultor de Laguna del Cofre, se dejó embrujar por ella y cada noche aseguraba haber visto “manadas de jabalines”, y una vez hasta sorprendió a la danta cuado bajaba a lamer la sal que le dejan las cocineras. ¿Será? Y es que adentrarse al Triunfo te trastorna; es como un viaje a los bosques de Avatar: un estallido de colores, formas, sonidos nacidos en una naturaleza no tibia y acogedora sino pura, dura, violenta. También es una inmersión en la naturaleza de adentro, del alma. Pero siendo una vivencia íntima no es solitaria, sino solidaria: un éxtasis en bola, una catarsis en montón.
Atrapados por la magia, seguimos las huellas del tapir y sentimos su calor a la orilla del camino; compartimos el pan con las zorritas grises; siguiendo a los observadores de aves, caminamos en silencio total y conteniendo la respiración hasta percibir murmullos, cantos y aleteos; perseguimos sin éxito al esquivo pavón y al invisible quetzal; sorprendimos el hogar del Guardabarranca, un pajarito que anida en las orillas del sendero, igual que su primo el Mot mot, espiamos al Saltapared que se cobija en los desfiladeros y al Hojarasquero que anda en el suelo y se refugia en troncos huecos. Y mientras buscábamos las pequeñas guaridas, nos sorprendieron parvadas de aves migratorias que relampagueaban en el cielo. Daba susto saber que mientras silenciosos caminábamos entre la niebla, más silencioso que nosotros nos seguía el jaguar, moviéndose en círculos a prudente distancia. Por el sendero de la montaña sólo remontamos las nubes, pero por el de la costa divisamos la delgada línea del océano Pacífico y en plena selva nos volvimos náufragos. También aprendimos jugando a ser plagas, huracanes, sequías; nos hicimos lluvia, sol y viento; representamos el papel de árboles derrumbados y de necios retoños; hicimos de talamontes y de guardabosques simulando la eterna batalla. Estuvimos juntos en el fin del mundo y regresamos con alas.
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