l sol brillante y el cielo azul transparente domingueaban en la Plaza México en el inicio de la segunda parte de la temporada de toros. Tan brillante era el sol que los ojos se me contraían deslumbrados, en el clásico abrir y cerrarlos característico. El sol –invernizo– que me incendiaba, crudo, alegre, al mismo tiempo me cegaba. Y daba el ruedo del coso de Insurgentes su piel morena rugosa, que es privilegio de las plazas de toros seniles. Nada le turbaba ni le incomodaba en el inicio de la tarde torera en que se presentaba el rejoneador originario de Badajoz precedido de una aureola de triunfador en cosos españoles y portugueses.
El rejoneador tenía que triunfar a fuerza y a fuerza ni los zapatos entran y la corrida terminó en una vulgar pachanga pueblerina con toritos de regalo, listos para que el rejoneador extremeño cortara las orejas que le fueron ruidosamente protestadas.
Antes había fracasado al dejar a sus toros de lidia ordinaria como albóndigas en salsa roja. Leonardo Hernández seguramente se contagió del ambiente soleado del inicio del festejo a la baja temperatura que fue enfriando los tendidos. Su espíritu fue dejándose ganar por esta rara y dulce ambivalencia; entre esplendorosa y mansa. Sugestión que cada vez más se apodera de los aficionados que se torna conformista y de repente termina como la tarde de ayer en una bronca que obligó al juez a mandar banderillas negras al toro que había regalado Arturo Macías, quien se dedicó a dar trapazos que los despistados que quedaban le festejaban, y es que los toros de Lebrija repitieron lo que se ha vuelto rutina: toros débiles, rodando por el ruedo y que con trabajos toleran un puyazo.
Ya antes Joselito Adame había dejado caer una faena llena de temple y terminada con pinchazo y estocada y recibir una oreja, a su vez, protestada y que dio seguimiento al desastre en que terminó la corrida. Lo rescatable fue la cuadra de caballos lucitanos de un ritmo esplendido, del joven Leonardo. Tan andaba de suerte el rejoneador que le tocaron dos toros de don Fernando de la Mora ideales para el rejoneo, en especial el primero que fue premiado con arrastre lento. Con estos dulcecitos el torero extremeño puso a galopar a su cuadra de caballos. Galopes rápidos combinados con giros en la cara del toro y tres o cuatro piruetas que levantaron al público de sus asientos.
Pero de encelar y dominar para reunir y rematar las suertes, es decir, lo que se llama torear en contadas ocasiones. En cambio galopar sin pausa y ver girar la plaza en caleidoscopio de colores como exhalación fue su contribución a los neoaficionados fanáticos de los caballos. La realidad es que galopar y marear al toro en ese juego no es torear. Evidentemente el diestro español dio muestras de que posee los atributos para llegar a ser una gran figura del rejoneo. Quizá la fama de la que venía precedido no correspondió a su actuación.
En la mente de los cabales pesa mucho don Pablo Hermoso de Mendoza, torero de los pies a la cabeza y parece es el maestro del joven torero español.