Leyendo a John Berger:
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Movilización de mujeres zapatistas, San Cristóbal de las Casas. Foto: Timothy Russo |
John Berger era crítico de arte en Londres, pero hace treinta años se fue a vivir entre campesinos franceses en el pueblo de Quincy, y desde entonces trata de ver el mundo en la óptica de sus nuevos vecinos. Expresa sus percepciones en cuentos y novelas pero también escribe ensayos. Quizás use demasiado la expresión “el campesino”. Si el lector quiere traducirla por “los campesinos de Quincy”, no se lo reprocharé.
Igual si vive en una sociedad feudal, capitalista o socialista y con más razón si vive en un país en el que la economía formal está en ruina, la existencia del campesino está dedicada a la subsistencia. Quiere decir que vive en contacto directo con la naturaleza y que, al subsistir, crea una cultura material histórica.
Fuera de pocos casos de aislamiento geográfico, la economía campesina es una economía dentro de otra. La relación entre ambas toma la forma de un despojo en la óptica campesina, y de una recaudación legítima en la ideología dominante. La economía general era parásita de la economía campesina; en el ejemplo europeo clásico, este parasitismo se justificaba principalmente por un “servicio” de defensa militar. El lenguaje con que los antropólogos hablan de esta relación de explotación es engañoso: llaman excedentes a los bienes recaudados. Pintan una situación en la que el campesino se alimentaría a sí mismo y a los suyos y entregaría luego al recaudador parte de lo que no necesita bajo la forma de diezmo o impuesto. En realidad ocurre al revés.
El campesino jamás consideró lo que se extraía de él como “excedente”. Él y su familia trataban de producir lo necesario para el sustento, y veían que parte de este sustento estaba expoliada en beneficio de los que no habían trabajado. Esta parte expropiada no era un excedente por dos razones: 1) al campesino se la quitaba antes de que pudiera asegurar el sustento de su familia, y 2) mientras el sobretrabajo extraído del obrero es fruto final de un largo proceso histórico de acumulación que empezó en la violencia, antes de inscribirse estructural y legalmente en las relaciones de producción capitalistas, las obligaciones impuestas al campesino tomaban la forma primitiva de un obstáculo preliminar a toda producción. Para él, la verdadera vida, es decir la economía agraria como modo de vida, empezaba del otro lado de este obstáculo, cuando lo podía franquear. La recaudación era una injusticia impuesta como “deber natural” que había que soportar previamente a la lucha por la propia supervivencia: el campesino tenía que trabajar para sus amos y sólo después para sí mismo. Con este handicap originario, las familias campesinas tuvieron que emprender la lucha con la naturaleza para asegurar la subsistencia.
Una vez franqueado el handicap impuesto por la economía dominante, la economía campesina es autosuficiente: no recibe nada de la sociedad grande. Es por eso que las comunidades agrarias y pueblerinas son tan autónomas. Los campesinos han creado sus propios saberes que transmitieron oralmente. Inventaron su propia medicina, sus técnicas, sus religiones (o en el mundo cristiano, sus expresiones de la fe), y en ocasiones su habla. Formaron así tradiciones que duraron más que todas las otras y que, por lo menos en Europa, han sido su molde cultural común.
El campesino tiene una gran familiaridad con los ciclos del nacimiento, la maduración y la muerte. Tal familiaridad puede predisponerlo a la religión, pero su religión nunca fue completamente la de sus amos y sacerdotes. Su sentido del tiempo es diferente. El sueño del campesino es volver a una época en la que su handicap no existía. Percibe la inmortalidad como retorno a esta época de oro sin explotación, y es ahí también donde encuentra sus esperanzas de cambio en la tierra. Imagina la posibilidad de una vida en la que no esté obligado a producir para sus amos antes de comer. Los sueños revolucionarios de los campesinos suelen ser restauraciones de un estado antes de la injusticia, la revolución para ellos no es la realización de una utopía (llámenla Estado-Providencia industrial, Jauja donde todos tendrán según sus necesidades, o dominio científico de las “leyes de la historia”), sino la restauración de una justicia elemental.
“Todas las revueltas campesinas espontáneas tuvieron como fin resucitar una sociedad campesina igualitaria” (John Berger, Puerca tierra). En ella, el trabajo permanece necesario: es la condición de la igualdad. El ideal burgués y socialista de igualdad supone una abundancia prealable: hagan crecer el pastel primero y hablen después de su repartición. El ideal campesino de la igualdad o mejor, equidad, no supone ninguna riqueza prealable. Es una equidad del hacer más que del tener. Implica cierta igualdad en las obligaciones de trabajo, un tema que el economista agrario soviético Alexandr Chayanov en los años 1920 y 1930 estudió con peculiar cuidado. Descubrió que entre mayor la capacidad potencial de producción de una familia o grupo, menos trabajaban sus miembros. En términos tepiteños, los campesinos rusos sacaban el chivo y luego se divertían o hacían cosas más importantes que trabajar. George Foster ha hecho observaciones convergentes en el campo michoacano.
Pero al tiempo que sus sentimientos orientan los anhelos del campesino hacia una justicia por restaurar, las necesidades del sustento lo orientan hacia el porvenir en que él espera que sobrevivirán sus hijos. Plantar un árbol, sembrar, ordeñar una cabra de cuya leche se hará queso, son actos de esperanza, actos de cuidado nunca terminados. La esperanza de sobrevivir aun en la injusticia hace del campesino un sobreviviente. La palabra tiene dos significados: alguien que sobrevivió a un predicamento, o alguien que sigue vivo mientras otros han perecido. Los campesinos son ambos: sobreviven al handicap que la economía formal, tendencialmente urbana, les impone, y han perseverado en el campo mientras otros desparecían, muertos de hambre o seducidos por la ciudad. John Berger entiende que esto podría cambiar dramáticamente: “Por primera vez en la historia es posible que esta clase de sobrevivientes no sobreviva”. Sin embargo, si los campesinos dejan de existir como tales, no van a ser recibidos por la economía formal —para la que, en una época de importaciones masivas de alimentos chatarra, son cada vez más prescindibles—, sino que van a engrosar las filas de la economía expolar. Eso puede ser una bendición para los informales urbanos, que tienen mucho que aprender de ellos.
La lucha contra el capitalismo debe insertarse entre el inminente encuentro de las economías campesina y expolar. No es con los proletarios que los campesinos van a aliarse: su temporalidad es tan distinta que sólo pueden entrar en coaliciones coyunturales. Los aliados naturales de los campesinos son los expolares, los “informales” urbanos, los autoconstructores, los falsos fayuqueros de Tepito que fabrican lo que venden, los vendedores ambulantes sin licencia. Entre más crece la economía formal, siempre capitalista, más se degradan las condiciones de vida de las mayorías. La economía formal hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, mientras destruye en medio natural