Opinión
Ver día anteriorJueves 10 de enero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Victoria Schussheim
D

esde lo alto de aquella terraza observé el valle a la luz del poniente. Un espejismo que se extendía más allá de las torres y las cúpulas, de las buganvilias aferradas a los umbrales, de las hileras de macetones limítrofes. En la terraza vecina, de menor altura, un adolescente retiraba con parsimonia los adornos que había colgado sobre la fachada con motivo de las fiestas: una, dos, seis piñatas cuyos penachos coloridos se agitaban con el vientecillo de enero. Izando las piñatas con los brazos, el joven descendió por una escalera de caracol hasta que lo perdí de vista. Casi al mismo tiempo se soltaron las campanadas de las cinco de la tarde.

Victoria y yo alguna vez hablamos de campanas. También de buganvilias y de barro. Seguramente de piñatas. Nuestra amistad pasaba por regocijos y trivialidades. Recorría itinerarios previstos en los que estallábamos de risa o se perdía en cavilaciones erráticas que nos tornaban graves y hasta silenciosas. Pero esos puntos suspensivos no eran sino otra manera de enlazar nuestras voces roncas (la suya mucho más que la mía) en una misma conversación interminable.

¿Qué puedo contar de Victoria Schussheim que vaya más allá de mis recuerdos y mi pena? Desde luego su vehemente amor al trabajo, su capacidad creativa, una curiosidad por la vida que abarcaba galaxias, tipografías y plantas fanerógamas. Editora de excelencia, pionera de la divulgación científica, maestra de editores y divulgadores, su mayor empeño (y tenía muchos) era que la ciencia fuese parte indisociable de la cultura. De ahí el esfuerzo sostenido de Viajeros del conocimiento, colección emblemática que allá por los años 80 del siglo pasado y bajo el sello de Pangea Editores acercó a millares de jóvenes a los textos de Darwin, Galileo, Mendel, Oparin, en fin… la lista es larga. Pulcramente traducidos, sabiamente apostillados y con estudios introductorios de primera, aquellos libritos urdidos por Victoria y publicados a punta de esfuerzo fueron un parteaguas en la historia de la difusión de la ciencia en nuestro país. Aunque antropóloga de profesión –carrera que la trajo a México y la convirtió en discípula de Ángel Palerm–, sus héroes culturales eran Linneo y Mendeléyev, tal vez porque ambos compartían ese espíritu de sistema en el que ella veía una forma de la belleza.

Entre las muchas bondades que le debo a Victoria Schussheim (aparte de mi emigración a Mac y la configuración de mi disco duro) está haber leído a Oliver Saks, Stephen Jay Gould y Richard Dawkins, lo cual es otro modo de decir que era evolucionista, atea, inquisitiva y enemiga contumaz del pensamiento mágico. No obstante, conocía al dedillo el panteón mexica y otras muchas cosas de Mesoamérica. Entre ellas la cocina, pues su vasta cultura culinaria empezaba justamente con el maíz, de cuya domesticación podía hablar horas y horas. Siempre quiso escribir una historia universal de la gastronomía, documentada con minucia, para explicar las rutas de la sal, la aclimatación de las ovejas en suelo novohispano o el origen y propiedades de toda la familia de las gramíneas. Y es que a Victoria ni siquiera un rábano le importaba un comino. Como editora, podía discutir a muerte por la improcedencia de una coma, detectar de reojo un punto de más o de menos en algún medianil y, por supuesto, divertirse con las burradas de las mil y una traducciones que le daban a corregir. Hacía muy bien todo lo que hacía, incluido en el todo –desde luego después de Maia y Kiren Miret, hijas de Pedro– su inefable tarta de pera con violetas cristalizadas, los ravioles rellenos de espinacas y los chorizos a la cancha, una de sus escasas reminiscencias argentinas.

Cuánto pensé en Victoria desde aquella terraza de San Miguel de Allende, sabiendo que se iba. Y en ese que fue el primer atardecer del año y el último de su vida quise detenerla como al paisaje y las buganvilias. Retenerla como al joven antes de desaparecer por la escalera de caracol. Asirla con todas mis fuerzas, como ahora la memoria de su gran inteligencia y su sentido del humor y su bondad y su calor. Porque su amistad era otra forma de la belleza.