egún la versión oficial, este primer semestre será preparativo para las reformas estructurales que vienen después, durante el segundo semestre. Ante ellas, el nuevo priísmo mostrará, a las claras, de manera inocultable, su real vocación, posibilidades y talante. No habrá lugar para los escondrijos verbales ni para las salidas intermedias con más palabrería endulzada que se use: no son las definitivas, pero sí un paso adelante, podrán repetir. Tanto la anunciada reforma energética como la más definitoria, la fiscal, encubren, en su interior, la pujanza de los más distinguidos, forzudos y atrincherados grupos de presión. Marcarán, de manera indeleble, el derrotero, tamaño y la afiliación ideológica del sexenio de Peña Nieto.
La tarea que empezó a delinear con la reforma laboral se complementará así con este par todavía faltante. Quedarán en el tintero otras adicionales de menor envergadura pero que, igualmente, padecerán presiones y fieras resistencias en su arduo camino: la de seguridad social y la de las telecomunicaciones. No es realista hacerse ilusiones sobre la profundidad a que está dispuesto el priísmo a llegar. Los intereses creados alrededor de tales piezas legislativas son mayúsculos, íntimamente relacionados con aspectos de financiamiento electoral, lado del que cojean los partidos mayores. Además, muchos de los asuntos a tocar se mezclan con los intereses personales de los mismos políticos y funcionarios públicos que se encargarán de las negociaciones.
Tampoco es realista esperar un cambio de rumbo del modelo en boga. Ni siquiera hay bases para sospechar que corre el preámbulo para dar un golpe de timón o uno que otro manotazo que sitúe en su lugar a los más ambiciosos, ya sean estos simples traficantes de influencia o figuras afectadas en sus imágenes públicas. Los patrocinadores, mentores y asesores del PRI son los mismos beneficiados por el statu quo amparado en las actuales leyes. Y la crema y nata del oficialismo, incluyendo el de nuevo arribo al cuarto de las decisiones cupulares, llevan impreso el sello de la moderación, del continuismo, de la búsqueda medrosa de la estabilidad. No despuntan por lado alguno los arrestos del cambio de rumbo, las disposiciones anímicas a las grandes aventuras políticas. Al contrario, se intentará, cuando mucho, un ligero reacomodo de fichas, un sube y baja de actores secundarios pero, de ninguna manera pueden abrigarse esperanzas de que ya se cocinen transformaciones de calado.
La escasa recaudación fiscal (9 a 10 por ciento) seguirá condicionando el margen de maniobra económico y programático de la administración peñista. El apañe de los recursos petroleros por la Secretaría de Hacienda seguirá siendo mayúsculo, muy a pesar de la pretensión de embarcarse en la venta de mayores cantidades de crudo al extranjero. La marcada carencia de la inversión pública se tratará de suplir con la privada extranjera sólo para recaer en el frustrante sendero, tan trillado como engañoso, que ha sido la pauta seguida durante los últimos 30 años. Las tentaciones privatizadoras, tanto en energía como en seguridad social, forman ya un macizo interiorizado hasta niveles religiosos en muchos de los selectos miembros del oficialismo de élite. Poco les interesa atender y menos les enseñan las experiencias externas, tanto europeas como en otros países periféricos, lugares donde se padecen cruentas consecuencias al imponer dañinos programas de austeridad y privatizaciones forzadas.
El ritmo y el volumen de la acumulación de riqueza en pocas manos les parecen a las autoridades una consecuencia ciertamente dura, pero indetenible del modelo. En sus enraizadas creencias, no hay alternativa distinta que sea responsable considerar. Y éste es el problema central a enfrentar mediante lo que, con justeza, se llamarían reformas, esta vez sí, estructurales. Tanto la fiscal como la energética y las demás tendrían que llevar el derrotero de la justicia distributiva. La razón es sencilla. Es la acumulación desigual y acelerada lo que forma el núcleo de la crisis actual y quizá, del mismo capitalismo tal y como ahora se entiende éste, junto con sus derivadas en la globalidad y el imperialismo.
La extendida creencia de que fue la expansión desmedida del crédito lo que originó la crisis sistémica actual no se sostiene. Tampoco, y por consecuencia, las medidas de austeridad presupuestal planteadas a las distintas sociedades son la salida prometida. En repetidas ocasiones puede observarse cómo la austeridad a rajatabla genera su propio estancamiento o recesión.
El meollo del endeudamiento colectivo de las sociedades obedece al castigo que éstas han sufrido en sus ingresos. La contracción de los ingresos al factor trabajo se empuja por todos los medios asequibles con el objetivo de engrosar los rendimientos al capital. Así se acelera la monstruosa concentración de la riqueza que hoy distingue a las distintas economías. A pesar de ello, las recientes legislaciones en materia laboral profundizan la precariedad de los de por sí ya castigados salarios. Este fenómeno, muy extendido en todo el mundo, estanca o deprime, aún más los mercados forzando, además, el uso adicional del crédito disponible.
Vista de esta manera la problemática actual, no se prevé que el priísmo, llamado a sí mismo de nuevo cuño, siquiera intente reversar o contravenir dicha tendencia conservadora a la concentración excesiva. Lo que sin duda se tratará de hacer es, quizá, un parche circunstancial que, al final de cuentas, dejará a la recaudación fiscal en parecidas proporciones. Es decir, girará alrededor de 12 o, a lo sumo, 14 por ciento del PIB. Dirán que es algo mejor que la recaudación actual o, incluso algo parecido a la de los estadunidenses, que llega a 15 por ciento. Muy lejos de lo debido para iniciar un justo reparto que se empieza a conseguir al llegar al 30 o 40 por ciento. Cifras que, en efecto, se recaudan en países menos desiguales.