Sábado 5 de enero de 2013, p. a12
Había una vez un pianista que un buen día decidió dejar de dar conciertos y se recluyó en un estudio de grabación de Nueva York. Desde entonces, el número de personas que lo escuchan crece con los días, aun sin su presencia física.
El 10 de abril de 1964, Glenn Gould (1932-1982) dio su último recital en público, en Los Ángeles, con la convicción de que las nuevas tecnologías de reproducción fonográfica le proporcionarían la vía de comunicación ideal con las personas, más allá del limitado número de butacas de una sala de conciertos.
Kilómetros de bandas sonoras, horas y horas de grabaciones constituyen una mina de oro que sigue produciendo prodigios.
Entre los tesoros resultantes destacan las dos grabaciones que hizo de las Variaciones Goldberg de Bach, la primera en 1955 con el sonido y la furia de su juventud, mientras la segunda, que realizó en 1981, contiene la sosegada paz de un espíritu sabio: una música que cura y eleva.
Fue precisamente el avance tecnológico logrado en ese cuarto de siglo que medió entre 1955 y 1981, lo que impulsó la decisión de Gould de regresar a una obra que ya había grabado: además de la mayor nitidez en los altavoces, argumentó entonces el pianista, los avances en las técnicas de reproducción fonográfica me han permitido descubrir nuevas maravillas en esa partitura; en especial, he logrado una visión completa de su prodigiosa arquitectura sonora
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Desde el día en que Glenn Gould decidió legar a la posteridad su trabajo como el mejor pianista de la historia (condición que nadie ha podido rebatir hasta la fecha), la paradoja inunda también su cascada de grabaciones: las industrias culturales enfrentan una crisis severa debida al auge cibernético.
El anuncio que hizo ayer la Megastore Virgin, esa meca en París, donde millones de melómanos hemos abrevado (y donde, no hay casualidades, el Disquero adquirió la mayor parte de sus tesoros discográficos de Glenn Gould), de que se declara en cese de pagos debido a sus escasa ventas de discos compactos y en devedé, hace todavía más evidente la paradoja: al mismo tiempo que las cifras anuncian el apocalipsis, las empresas discográficas no dejan de editar y publicar discos con música de toda índole, incluídas las versiones en devedé.
Este salto cuántico, este cambio social, este incierto periodo de transición histórica, nos recuerda nuestra propia tragedia local: la desaparición reciente de Margolín, esa institución cultural independiente que marcó la vida musical de México. Se trata, todo esto, de la pérdida de referentes, como señaló en su momento la antropóloga Elisa Godínez Pérez (http://alturl.com/vaaif).
En el lado luminoso de la paradoja está una novedad discográfica maravillosa: Glenn Gould plays Renaissance & Baroque Music, como el nuevo capítulo, el número 18, de la serie (por fortuna) interminable The Glenn Gould Collection, de la disquera Sony Classical.
Contiene dos discos, de los cuales el segundo es sencillamente alucinógeno: Glenn Gould reinventa (ese sería el término, pues a la fecha nadie había dado vida de esta forma a) cuatro suites para clavecín de Georg Friederich Handel (1685-1759). Al iniciar el primer track, pareciera que lo que está activando es un sitar de la India y no un clavecín. En otros momentos, suena un laúd, pero es en realidad el instrumento pero sobre todo la manera de tocarlo: un clavecín que “asemeja un baby grand” piano de concierto y que, en palabras de Gould, es el único clavecín en el mundo que me atrevo a tocar, por su aproximación a un piano contemporáneo y porque es un instrumento frente al cual muchos clavecinistas fruncen la nariz
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Y en efecto, Glenn Gould hace del clavecín algo más transparente, táctil, cristalino e inclusive acuoso que los clavecines convencionales, cuya escucha llega a saturar después de determinado tiempo.
Glenn Gould al clavecín a gran velocidad (Conlon Nancarrow, Michael Nyman, referentes oportunos) y en situaciones que otros tecleadores no resolverían de manera tan espectacular. Pero no es el espectáculo lo suyo, sino la indagación de los misterios del alma. Eso es lo que se escucha en el resto del material de este disco, interpretado ese sí con el fabuloso y legendario piano Steinway concerto grand CD 318, donde da vida a partituras sublimes que escribieron los renacentistas William Byrd y Orlando Gibbons, además de los barrocos Domenico Scarlatti y Carl Philipp Emanuel Bach.
El nuevo disco de Glenn Gould es un asidero noble frente a la crisis cultural del mundo y la pérdida de referentes.